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Un modesto apocalipsis

O cómo la crítica literaria habla por la herida.

El último libro del profesor John Guillory, Professing Criticism, da cuenta de la historia de la crítica literaria y cómo, en sus últimos giros, ha provocado la devaluación de las humanidades en las universidades anglosajonas. 

  • 10 agosto, 2023
  • 29 mins de lectura

Fotografia de Gabriella Clare Marino.

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    Los últimos días del año 2022, la editorial de la Universidad de Chicago publicó Professing Criticism: Essays on the Organization of Literary Study, de John Guillory, un texto que recibe prontamente importantes y numerosas reseñas en los medios más prestigiosos del mundo cultural de los Estados Unidos como el New York Times, el semanario The Nation, el New York Review of Books y el Los Angeles Review of Books. El texto recorre, a través de casi 400 páginas, la historia de la crítica literaria en lengua inglesa desde la temprana modernidad hasta nuestros días. Y debiera subrayarse la palabra inglesa. Ya que salvo al hacer memoria de los procesos históricos vividos en los últimos cien años, el autor invoca algunos nombres de autores europeos, no ingleses, relevantes para los quiebres y tensiones de la crítica y la teoría literaria. Con todo, resulta asombroso que un texto académico de este orden recoja tan amplios y dedicados comentarios, visto que aborda un tema más bien marginal frente a una situación de crisis global, tejida entre guerras, desastres ecológicos y otros acaboses. Sorprende la importancia que recibe su reflexión, especialmente cuando lo que viene a anunciarnos es la crisis de la crítica como quehacer y su rol en la academia, el deterioro de los espacios de recepción especializados y, para mayor pesar, la reducción radical de estas instancias al interior de las instituciones que históricamente han dado espacio a los especialistas en literatura en el último siglo: las universidades.

    Los que escribimos en la lengua de Ercilla y Cervantes no podemos sino mirar con cierta envidia las condiciones de publicación que le permiten a Guillory anunciar esta crisis. Para compartir su nostalgia habría que haber tenido lo que allí se perdió. En América Latina, la academia literaria con la que sueña el profesor de la Universidad de Nueva York nunca ha tenido suficiente espacio para siquiera lamentarse por su declive. Sus refinadas disputas pueden ser vistas como tensiones canónicas propias de los tiempos de posguerra y las políticas de reinserción cultural y social de la Guerra Fría. Pero al anunciar un proceso de deterioro avanzado de la crítica literaria en las universidades del norte, Guillory habla de un porvenir incierto, o más incierto, de lo que podemos suponer desde el cono sur. Si desde los centros académicos europeos y estadounidenses se desentienden, por ejemplo, de estudiar la obra de Geoffrey Chaucer o de Dante Alighieri, que han ofrecido un pasado de más de siete siglos para la vida cultural de Occidente, ¿qué podemos esperar desde regiones cuyas universidades no superan los trescientos años?

    Como se sabe, la tendencia global es que, tarde o temprano, estos modelos, ya sea de inauguración o cierre de corrientes críticas, terminan por llegar a las costas del Pacífico sur.

    Para todos los críticos que reseñan el libro de Guillory, se trata de una obra que viene a complementar su importante trabajo anterior, Cultural Capital: The Problem of Literary Canon Formation, publicado en 1993, una obra que en su momento tuvo una buena recepción y fue también ampliamente reseñada. Pareciera que todo habla de un pasado mejor, en el que las humanidades brillaron. Y, después de leer a Guillory, es posible creer que así fue, pero la suerte cambió. En la lectura del erudito y cuidado volumen cuesta evitar la impresión de que el autor más bien habla por la herida en un contexto en el que muchos están lesionados por la misma arma: la transformación cultural que trajo el cambio de siglo, las innovaciones tecnológicas y, por decirlo de un modo eufemístico, la crisis económica de la cultura. Es así como Guillory nos conduce por la senda que facilitó el deterioro de las humanidades y las artes en los espacios académicos, presionados por el fantasma de la utilidad, cuando no el de la perversión misma de la sociedad, y le otorga un tono socrático a un proceso que representa la noción de crítica desde un punto de vista político. Sin embargo, basta con reunirse con especialistas de otras disciplinas para saber que estamos viviendo tiempos oscuros más allá de las letras. Lo difuso es una característica de la actualidad y aunque nos pese, como dice Philip Blom, si aún no hemos sido reemplazados por un robot, se debe a que seguimos siendo más económicos que si el trabajo lo hiciera una máquina.1

    Professing Criticism, de John Guillory

    Professing Criticism, de John Guillory

    El libro de Guillory recuerda los tiempos de esplendor cuando la prensa recogía, de manera no profesional, el estado vital de la producción intelectual. Pero eso va a la par de un tiempo de intensa vida de la propia prensa, los editores y las editoriales, diferente al momento de desintegración en el que entramos cuando los medios tradicionales también entraron en implosión fruto del cambio tecnológico y cultural generalizado. Mención aparte merecen los efectos de la pandemia, que pusieron en suspenso muchos de los espacios que permitían las formas clásicas de socialización. No sólo se cerraron las salas de clases, sino también los teatros, las bibliotecas y los museos, reemplazados a duras penas por equivalentes virtuales. Y aunque nadie puede vaticinar completamente qué ocurrirá, las humanidades, desde la academia, parecieran mantener aún la ilusión de estar siendo leídas como si se tratara de aquella prensa diaria en pleno siglo XIX e inicios del XX, cuando se dio el caso de que la crítica no estaba profesionalizada y apelaba a una audiencia más pública y masiva. Ni hablar de la crítica literaria en la formación de los estudios de pregrado y posgrado a partir de la segunda mitad del siglo XX: el panorama que describe Guillory es cuesta arriba. Esa dimensión especializada de la academia y la profesionalización de la crítica es el camino al declive que el propio Guillory presenta y que hoy se manifiesta en la reducción de las contrataciones en las universidades, el número de becarios y, también, en la expresión de interés en la literatura como profesión, ritualizada por el paso por la academia, mientras plataformas como Wattpad almacenan millones de libros escritos por autores que jamás serán ni impresos ni criticados por los medios tradicionales, pero que gozan de excelente salud en las redes y los grupos específicos de tendencias en lectura, tanto de ficción como no ficción. En esta línea hay dos series realizadas en los últimos años que tratan el tema: La directora (The chair) de 2021 en Netflix, y Lucky Hank de 2023 en AMC.

    Guillory muestra cómo la profesionalización y devaluación que viven las humanidades comenzó cuando dejaron de concebirse al interior de la formación cívica y, peor aún, cuando fueron reduciendo su influencia como parte del proceso que antaño conducía a un abanico más amplio de profesiones y no exclusivamente hacia la dimensión profesional de las letras. El derecho, la gestión o incluso los negocios eran, antes, su reino. Por cierto, los efectos de la posguerra y los cambios en los ejes de ejercicio del poder a nivel global son parte central de lo que describe. No se trata sólo de las tensiones entre izquierda y derecha, propias de la concepción del trabajo intelectual en el periodo de la Guerra Fría, sino que poco a poco, en la medida que la crítica entra como disciplina complementaria de las letras y las lenguas vernáculas, la mutación obedece también a la transformación de un mundo exterior, el que nunca volvió a ser el mismo después de la Segunda Guerra Mundial. Este paso implicó la marginación de las lenguas clásicas como el latín y el griego de los currículos universitarios, puesto que no participaban del flujo derivado de los mercados culturales emergentes en ese nuevo mapa mundial. El siguiente cambio lo traerán las nuevas tecnologías y el acceso a la Internet a comienzos del siglo XXI.

    La idea de que las letras forman parte del trabajo especializado en humanidades, por cierto, tenía un techo. Se expresó en una relación inversamente proporcional: en la medida en que la academia de las letras se concebía a sí misma más crítica, más política y más activista, su rol, peso y prestigio en la esfera pública se volvía menos relevante. Esta desvalorización se puede apreciar en la menguante fuerza de la crítica literaria y su función en la academia, por ejemplo, frente al incremento de aquellas disciplinas asociadas a las ciencias exactas o las ciencias sociales, proceso que, a su vez, empujó a la crítica literaria (erróneamente desde mi punto de vista, distinto del de Guillory) a justificarse bajo el principio del así llamado “servicio a la sociedad”. Pienso que, y el libro que comento lo demuestra, el efecto logrado fue exactamente el contrario, ya que el discurso de que las políticas institucionales, lideradas por una visión pragmatista y de eficiencia monocular economicista, terminaron por señalar a las letras, la crítica y las artes como una carga de inutilidad para las mismas instituciones universitarias. Este factor es hoy determinante y, aunque se lo evita en las discusiones sobre educación, está profundamente influenciado por el proceso de cómo la crítica literaria –primero amateur y luego profesional– que se derivaba de la prensa tradicional y, por lo mismo, de la vida activa de la sociedad, fue mutando con la transformación de los medios en la última década del siglo XX. Y mientras se volvía sospechosamente política y ocupaba un lugar cada vez más central en la mirada crítica de las tramas del poder, la llegada del siglo XXI iba deshaciendo su despliegue a través de la crisis de la prensa impresa y la irrupción de las zonas difusas de la web, las redes sociales y los grupos de recomendación como goodreads, entre otros. De algún modo el espacio universitario, así como aquel profesional de la crítica, fue quedando al margen del espacio público, al tiempo que lo público se fue jugando cada vez más al margen de la academia. Los efectos de desorientación son trasversales: no se sabe bien dónde está la crítica, pero tampoco dónde están las formas tradicionales de un canon de obras y de autores jerarquizados, porque en el fondo los medios culturales se volvieron en sí mismos el contenido. De alguna manera, como lo había vaticinado Regis Debray, la tecnología se volvió el medio en sí mismo.2 Un caso patente es cómo hoy por hoy los libros más vendidos poco tienen que ver con la crítica especializada. Un caso claro es el éxito de la escritora estadounidense Colleen Hoover (1979), con más de veinte millones de copias vendidas y casi nula presencia en la crítica tradicional. Parecido sucede en España con figuras como Elísabet Benavent (1984), Luz Gabás (1968), Alice Kellen (1989) y Megan Maxwell (1965).

     

    El paso de la crítica desde la prensa a la academia implicó un proceso complejo e inesperado de debilitamiento, cuando no –ese es el lamento de Guillory– de autodestrucción. Originalmente las letras formaban parte del cuerpo general de la alfabetización y no sólo de los estudiantes de letras. Esto es importante al revisar este libro de Guillory porque, de alguna manera, nos anuncia algo que ya está ocurriendo en Chile: la implementación de políticas similares en los contextos de las universidades, es decir, del reemplazo de dinámicas y currículos que antes eran identificados con los modelos europeos de enseñanza, por aquellos que siguen las universidades en los Estados Unidos. Si esto puede sonar conocido e incluso acomodarle a las ciencias exactas y biológicas, no es lo mismo para las propias letras. Eliminar el fundamento de la cultura europea del que heredamos algo más que la lengua no será inocua. Aunque varios intelectuales ya lo han advertido, para algunos esto debe identificarse con las fuerzas neoliberales acríticas; para otros, remite al despliegue de la paradoja del capital en sus formas simbólicas. Es decir, la constatación de que el idioma del imperio debe fluir con liquidez, tal como en los años de Roma, y no solo limitarse al comercio, sino también a la metafísica de las costumbres. Desde cualquiera de los dos ángulos, la cuestión resulta seria. El sistema se ve debilitado en la esfera cultural y educativa, y pensar que eso no traerá cambios no es más que una evidencia de que el giro pragmático está en régimen.

    John Guillory

    John Guillory, profesor de la NYU

    Como decía, Guillory tiene su base en el inglés y en el proceso que han vivido las humanidades, especialmente la literatura y la crítica en ese mundo anglosajón, ancho y ajeno, parafraseando a Ciro Alegría. Pero no es inverosímil sacar conclusiones importantes para la realidad local, no solo chilena, sino latinoamericana. Y si Guillory puede tomarse cuatrocientas páginas para este erudito canto del cisne letrado, pues es hora de pensar el despliegue local de este tipo de discursos, con sus particulares formas y encarnaciones. No se trata de negar que la situación de deterioro, degradación y reducción presupuestaria y de prestigio que propone Guillory no sea real, el punto es pensar si de algún modo es posible proponer vivirlo de otra forma, darle una vuelta diferente ante la alarma que hacen sonar sus palabras y el tiempo de retraso que pueda jugarnos a favor. En Chile, pero también en América Latina, sabemos hace décadas que estamos en un proceso de empoderamiento de las esferas relacionadas con un paradigma pragmático en la academia, cada vez más enfocada en los discursos de la innovación, cuando no del emprendimiento y las patentes. Pero nadie puede decir que no era un destino anunciado por voces preclaras: basta mirar los cambios en ciertos rasgos sociales, la distancia con la autoridad, los cambios en el mundo del trabajo y el doméstico, así como la transformación de la vida racional y espiritual. Adriana Valdés en un texto de 1992 nos recuerda estas tensiones del sirve/no sirve que nos ocupan: “Puede expresarse con crudeza: en el tipo de esquemas que hoy se manejan desde el poder del gobierno y desde el prestigio de la ‘modernidad’, lo que todavía llamamos cultura ha pasado a tener un lugar residual.” 1

    En el caso de la educación superior, desde el desembarco de la Reforma Bologna, diseñada en Europa pero con efectos en Latinoamérica ciertamente, con la subordinación de los financiamientos y los créditos bancarios internacionales en educación, a partir del año 2000, se cuenta un nuevo ciclo. El avance de este modelo en el caso local produjo efectos concretos no sólo en la perspectiva de la enseñanza enfocada en competencias y habilidades, como regla transversal, sino también en el despliegue de los discursos pragmatistas y de lucro.4 Para los Estados Unidos, la fecha que más o menos marca la estratificación de estos cambios es la de la década de los 90, es decir diez años antes que en Europa. Guillory señala como factores de cambio apreciables la precarización de las carreras académicas, el declive en la valoración general del quehacer humanista y el efecto de, ante el peso del endeudamiento en educación, la tendencia lógica a buscar esferas de desempeño que permitan alcanzar obviamente el empleo real.

    La crisis subprime de 2008 cargó aún más las tintas de esta historia que someramente retomo del libro, pero que en Guillory es central. A partir de la ampliación de la reforzada presencia del espíritu empresarial tecnológico que vino a ungir el discurso innovador en la academia, por no decir directamente en las universidades, es evidente que estamos en un proceso de reconversión. Personalmente, ya que no es exactamente la motivación del autor que comento, creo que un libro como este representa el beso de la muerte para la crítica literaria academizada. Para otros no se trata sino de un mínimo realismo, por no decir, de un lamento ante la precariedad del mapa anglosajón en este ámbito. Ahora bien, nadie puede decir que no fue advertido. Los propios discursos de las artes y las humanidades, empeñados en parecer necesarios, justificándose una y otra vez como la práctica de la crítica y la conciencia de la contingencia social y política, fueron blanco fácil para el cazador pragmático, que mira con sospecha al lento recolector de ideas y pensamientos.

    El apogeo de la crítica literaria ciertamente no provino desde la propia academia, es decir, de los saberes tradicionales que las universidades incluían en sus orígenes medievales, ni, mucho menos, de su inserción como parte de las profesiones universitarias. Estas tensiones, entre la profesionalización de la critica y la academia como voz de la sospecha y la crítica política, se concentran en la propia esfera de la discusión en las humanidades, mientras el mundo exterior sigue su curso rumbo al imperio de lo exclusivamente necesario y adaptable, por no decir responsive. La guerra de los métodos de investigación y enseñanza es uno de los protagonistas de la crisis interna de la propia academia, pero también lo es el proceso más lento y general de la vida en un mundo global, pero no menos mortal, por el hecho de que “los objetos de la crítica y la erudición divergieron”, como bien señala Merve Emre en su reseña del libro de Guillory.5

    El libro que nos ocupa, al final, describe lo que se estaría perdiendo en este ocaso de las letras. Primero, postula una crisis ante el abandono del foco lingüístico y cognitivo que permite la práctica intelectual y su relación con la conciencia de la propia materialidad del lenguaje, en cuanto está en la base del desarrollo del pensamiento. Luego, plantea la pérdida del potencial moral relacionado con la estimulación de virtudes públicas o éticas, que son fundamentales para el porvenir, permitiendo la comprensión de los valores culturales que las obras en sí mismas atesoran, sin importar los niveles de desarrollo, formato e, incluso, calidad. También resalta la retirada del principio estético relacionado con el pensamiento crítico y lo que se entiende por juicio estético (me gusta/no me gusta). Por último, destaca el principio epistémico, fundado en que la disciplina misma pone en escena el valor y las formas de conocer, cuestión que, por cierto, también está en una fase de “ennadamiento”, si se me permite este neologismo.

    Las conclusiones de Guillory son ciertas, pero eso no quita que insista con ellas en la perspectiva de utilidad. Para mí ahí está el problema. Su perspectiva, reitero, debe comprenderse al interior de la esfera de la lengua inglesa. Otra cosa sería si lo pensáramos para el desarrollo y vida del español como lengua global. El proceso que describe Guillory me hace pensar en otras salidas que no sea la de justificarse, porque si miramos el pasado de la cultura este vaticinio que anuncia sólo podrá ser resuelto mediante la astucia. A todas luces, la situación, más que empujarnos a un final concreto, nos plantea la urgente transformación, obligándonos a buscar tretas para la subsistencia. Como dice Adriana Valdés en aquella conferencia de los tempranos 90: “Entonces nos guste o no, habría que funcionar ladinamente en el marco de esa metáfora dominante, buscar cuáles son los resquicios, sus rendijas, los lugares por donde colar aquello que todavía llamamos la cultura”.6

    ¿Un cenotafio para un pasado brillante de la literatura y la crítica literaria? Quizás. Pero tampoco podemos quedarnos a mirar los escombros. Al menos me consuela el que ya no sea mi propio discurso pesimista, de queja y lamentaciones, sino que este venga del norte. Sin duda no es exclusivo de Guillory. Otras voces están alertando sobre esta coyuntura desde hace más de dos décadas, en las que hay ciclos anteriores ciertamente, pero con otros énfasis.7 La actualidad difusa, por lo demás, no solo está reconcentrada sobre el ámbito específico de las letras, sino que se despliega en muchos otros, que incluyen las clásicas virtudes cívicas, y se manifiestan, por ejemplo, en la desconfianza en las comunicaciones, el descrédito del profesorado, la degradación del rol de quienes históricamente estuvieron a cargo de la conservación cultural, entre otros. Por el lado de las izquierdas, las humanidades son golpeadas por encarnar la hegemonía histórica y patriarcal; y desde las derechas, por representar las voces del relativismo y un gasto innecesario. Todo está en decadencia, se puede decir. Nada de malo en eso. Por una parte, pienso que nos olvidamos de crisis anteriores igual de graves. Estoy seguro de que hay mensajes dejados por intelectuales del Imperio Romano que nos resonarían con total actualidad. Hay que tomárselo con calma, porque es preferible pensarlo en forma cíclica que única. Podría también considerarse con cierta jovialidad, ya que el libro de Guillory, aunque de forma seria, nos recuerda alguna de las tramas del escritor inglés David Lodge y sus delirantes novelas de campus. En este caso, una tragicomedia de académicos. No hay que olvidar que hace al menos setenta años que se anuncia el ocaso del humanismo, de las humanidades y, seamos honestos con la crisis global, por qué no, el de la humanidad misma.

    Guillory aborda también el proceso de socavamiento y declive que representó para la las letras la profesionalización y emergencia del trabajo especializado en las humanidades, con el surgimiento de aquel término que se usa como complemento para las áreas específicas, “los estudios en…”. En inglés es más claro: ethnic studies, gender studies, sociopolitical studies y, en ese mismo marco, literary studies. Se trata de un proceso granular, cada vez más específico, que el modelo generalista de los saberes no resiste, menos aún el de la lógica centenaria de los departamentos y las facultades que estructuran las universidades.

    Ahora, mirando hacia atrás, el estudio académico de la literatura podría haberse mantenido en el fuero de lo marginal y así podríamos haber sobrevivido sin ser vistos, dedicados a enseñar a leer y escribir. Sin embargo, fue más la tentación por volverse políticos, críticos y, por último, empoderados al interior de la esfera académica. Esto terminó por labrar la lápida propia, marcada por la autoficción de que dictar un curso en estas áreas era parte de un activismo, cuando no de un giro político radical. Hoy sabemos que no son más que gestos al interior de la academia, cuando no prédica para conversos.

    Una posibilidad es que todo este proceso sea el efecto de lo que me gusta llamar la contrarreforma a la reforma universitaria de los años 60 y 70, algo así como el despertar de un monstruo dormido que se alza contra lo que suponíamos era la buena salud de los estudios críticos. Pues bien, hoy peligran ya no sólo los límites que se habían ampliado, sino el reino mismo. Podría ser que no leímos suficientemente bien los signos de los márgenes, que ya nos anunciaba la crisis que vivió a mediados del siglo XX la ruptura del canon clásico y la irrupción de un modelo de canon hiperctualizado, tratando de permanecer en lo reciente. Lo que finalmente parece que les ocurre a todos los sistemas culturales, es que obsolescen y en este caso no es distinto. El viejo tema de la curva que nos gusta repetir para comprender la vida, pero que nos duele en el alma cuando nos toca en lo personal. Guillory tiene la creencia de que la crítica académica está llegando a su fin. Yo no estoy tan seguro. Más bien creo que está mutando, aunque en ese proceso se vuelva irreconocible para nosotros mismos.

    En el fondo se trata de la contracción de la importancia cultural de la literatura, hacia una zona difusa derivada de una cultura centrada en los propios medios, en el acceso cada vez más directo e incluso posmedial, que implica otras formas de atención e interpretación de aquello que históricamente reconocíamos como el contenido pero que hoy no alcanza a ser historizado porque la velocidad lo impide. El bienestar de formas como el storytelling o el coaching ontológico puede ser una señal, aunque no nos guste. Si es así, se estaría cumpliendo el sueño de Platón cuando, en el Fedro, vaticina el fin del modelo de conocimiento basado en la memoria de la mano de una reciente invención, la escritura. Eso fue hace aproximadamente 2400 años. Bueno, puede ser que llegue la hora de que se cierre dicho presagio platónico, sobre todo, después de décadas donde se desplegaron verdaderas batallas campales en el ámbito de ese micro mundo que es la propia crítica, la literaria, pero también de otras críticas como la de las artes visuales o la de la música, sin que nadie haya prevalecido incólume ante los nuevos medios. Y para qué hablar de su reflejo en las disputas por los currículums de las carreras en humanidades, sobre todo luego del primer sitio a sus murallas como fue la enseñanza por habilidades y competencias, el que se planteó como alternativa en un momento, pero que hoy sabemos forma parte del desmantelamiento de los valores culturales clásicos (y no ya tan sólo de aquellos que sostienen la cultura letrada, sino la cultura misma).

    En fin, se trata de una crisis: es complejo ser optimista. Una alternativa para mí es un pensamiento fatalista positivo. En el caso de Guillory habría que plantearle la pregunta: ¿si primero eliminaron áreas como la retórica, el latín, el griego, qué le hace pensar que luego no avanzarían hacia otras materias y disciplinas, otras lenguas y formas de tecnologías incluso sobre la propia literatura y crítica en inglés? Pues bien, a mí me parece del todo claro que se trata de un paradigma que apuesta por el futuro a partir de desacreditar el pasado. El puro concepto de conocimiento de punta resulta pavoroso y remite a un modelo de superación constante e insostenible. Desatendiendo el hecho de que así como hay disciplinas que requieren de procesos de innovación permanente, hay otras que requieren de la conservación para su propia existencia, tal como ocurre con todo en la existencia humana. Lamentablemente en el vértigo del cambio pareciera que todo fue arrasado.

    Mientras se pudo, supusimos que hacíamos ciencia. Esa fue la sobrevida que tuvieron las disciplinas clásicas convertidas en objeto y método científico: sociología del arte, ciencias del lenguaje, semiología, semiótica, entre otras nomenclaturas nacidas con los cambios de mediados del siglo XX, arrimadas al concepto científico que les aseguraba la sobrevida. Sumemos otros difuntos o moribundos anteriores: la filología, la hermenéutica, la estética, es decir, cualquier forma que se acerque a la erudición y al intelectualismo. Esa es la fobia ambiente. Y no me extrañaría que pronto veamos que alcancen a la epistemología, la filosofía y cualquier otra forma de metacrítica. En la práctica, en los currículums escolares ya no aparecen. Pero, bueno, seamos honestos en reconocer que por décadas “el sistema” le tuvo una paciencia infinita a las perspectivas específicas que poblaron dichos currículums: el marxismo, los feminismos, el posestructuralismo, el psicoanálisis, la deconstrucción, el postmodernismo, etcétera. Y, más recientemente, las líneas que van hacia una decolononización del canon, pero también a la instalación de exigencias identitarias y contraidentitarias, así como de la alteridad y la diferencia. No es extraño que esta suerte de fuerza contraria que viene a reclamar un espacio para lo aplicado, lo que sirve, lo que se puede llegar usar, represente una forma de pret-a-porter cognitivo, una reacción que nos recuerda la tercera ley de Newton: “Para cada acción hay una reacción igual y en el sentido opuesto”. Es decir, lo que se vive y que Guillory describe no es más que una reposición a las reformas educativas y sociales anteriores, pero vaciados de su contenido clásico. El punto es que es complejo vivir el tránsito entre una época y otra, quizás el fatalismo sea sólo un rasgo del cambio. Una perspectiva que aporta en este sentido es el pensamiento de la académica estadounidense Rita Felski, quien en su libro The Limits of the Critique, de 2015, plantea la necesidad de buscar alternativas a los modelos críticos herederos de lo que se conoce, desde fines del siglo pasado, como la “hermenéutica de la sospecha”, porque la lógica del síntoma y lo oculto se está simplemente agotando.8 Guillory por cierto la menciona en varios pasajes de su libro, reconociendo la ampliación que ella realiza hacia el concepto de post-crítica, lo que no anuncia, lo sabemos, grandes cambios reales, sino una adecuación de la perspectiva. Hay que reconocer la voluntad de Felski por ofrecer esperanzas para la literatura y sus derivados.

    Alguien podría decir que esto ya se había visto siglos antes, en las disputas de las escuelas de la temprana modernidad, entre los antiguos y los modernos, entre los naturalismos y los realismos, además de otras corrientes en tensión. Como es fácil de deducir, existe toda una nomenclatura que desde su especificidad es confundida con las rencillas propias de una pequeña guerra disciplinar, de la que las instituciones, con tal de velar por su sobrevida, fácilmente, quieren sacudirse. Para esto hay procedimientos efectivos, como por ejemplo el de cambiar el foco de los financiamientos de programas de investigación, valorar de otro modo la productividad, incentivar la transformación de o hacia una docencia que neutraliza cualquier protagonismo del docente, evitando así la tentación, como lo hizo el flautista aquél, de llevar a otro lado los tópicos que representaba la formación clásica. Es decir, el retomar el modelo de conservación del conocimiento y los principios de erudición que sostenían el saber, lo que resulta una aspiración a la vuelta del siglo. Si se quiere, esto se puede sintetizar en una guerra de conservadores contra reformistas. Puede ser. Unos apelan a que la tradición sea considerada y, otros, reclaman su falta de diversidad social, étnica y de género. No obstante, a mí me parece que el principio que une ambos vértices es el del anti-intelectualismo.

    En el campo de batalla, los signos son claros. De ahí la trampa en la que han caído los discursos resistentes cuando insisten en justificar para qué sirven las artes y las letras. Guillory implora un recentramiento en la literatura misma, pero, creo, ya estamos atrasados para esa petición. Cuando empezamos a pedir que se consideren los beneficios sociales de la literatura, ya es tarde. Sin duda, enseñar a leer y escribir es lo que sabemos hacer, pero hace mucho que no nos concentramos en eso. Desplazamos el foco hacia otra serie de centros que fueron magnetizados, como decía, por lo social, el género, lo político y lo diverso, y más reciente por lo medioambiental. Será difícil demostrar que podemos invocar la retórica, la hermenéutica, la filología y la poética como futuro desesperanzado pero valioso. Porque si por mucho tiempo creímos que era sostenible una épica arruinada, en esa misma proporción tendremos que comprender que de alguna manera perdimos antes, en el momento de la posible transformación, y que ahora lo que nos hace invocar antiguos héroes, batallas pretéritas, rancios triunfos no es sino la nostalgia. Guillory trae malas noticias, pero creo que en poco ayuda un volumen de casi cuatrocientas páginas que hace de canto del cisne de una disciplina, a través del recuento de su pasado prestigioso, mientras habla por la herida. Sinceramente espero que no caiga en las manos de algún extraviado tomador de decisiones en el ámbito de la educación superior, porque creo que finalmente se trata de una actitud narcisista, una especie de parto de los montes para un humilde apocalipsis.

     

    1.

    Phillip Blom, Lo que está en juego (Barcelona: Anagrama, 2021).

    2.

    Regis Debray, Introducción a la mediología (Barcelona: Paidós, 2001).

    3.

    Adriana Valdés, “Aquello que todavía llamamos cultura”, en Intromisiones. Escritos sobre literatura 1971-2018 (Santiago: UDP, 2021): 279. Originalmente publicado en Revista de Crítica Cultural 5 (1992).

    4.

    Martha Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (Buenos Aires: Katz Editores, 2010).

    5.

    Merve Emre, “Has Academia Ruined Literary Criticism?”, The New Yorker (January 23, 2023).

    6.

    Valdés, “Aquello que todavía llamamos cultura”, 280.

    7.

    Desde distintas visiones es preciso mencionar libros fundamentales como The University in Ruins, de Bill Readings (Harvard University Press, 1997). Más recientemente, La academia sonámbula, de Miguel Orellana Venado (Orjikh Editores, 2019); La universidad sin atributos, de Raúl Rodríguez Freire (UMCE, 2020); Humanidades al límite: posiciones en/contra de la universidad global, de Maria Rosa Olivera-Williams y Cristián Opazo (Editorial Cuarto Propio, 2022); y, Lo que no enseñamos, de Rodrigo Valenzuela Cori (Orjikh Editores, 2023).

    8.

    Rita Felski, The Limits of the Critique (Chicago: University of Chicago Press, 2015).

    Autor

    • Pablo Chiuminatto

      Pablo Chiuminatto es profesor asociado de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Proyecto de Investigación Fondecyt Regular nº1230624.