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Paternidad después del patriarcado

¿Cómo se puede ser padre cuando los códigos tradicionales de la sociedad patriarcal parecen en plena disolución? ¿Cómo afecta esto al propio sentido de masculinidad, tan tradicionalmente vinculado a la paternidad? Este ensayo trata de dilucidar qué significa ser padre hoy.

  • 17 agosto, 2023
  • 65 mins de lectura

Fotografía de Gayatri Malhotra

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    Para Pedro y Santiago

    Puesto que continuamos ‘prescribiendo leyes a la naturaleza’ —como dijo Kant, y lo hacemos—, continuaremos teniendo una relación con los paradigmas, pero los cambiaremos para que sigan siendo operantes. Ya que no podemos liberarnos de ellos, debemos hallarles un sentido.

    Frank Kermode (2000)

    ¿Qué significa para un hombre ser padre? ¿Por qué cada vez menos hombres deciden convertirse en padre? ¿Qué relación hay entre la paternidad y la masculinidad? Hace algunos años, en un célebre debate entre reconocidas intelectuales feministas en Toronto (Munk Debate on Gender 2013), se discutió si los hombres estaban obsoletos. ¿Cuál es el aporte de lo masculino en la sociedad contemporánea, si el género masculino, superado por el género femenino en múltiples mediciones de rendimiento académico y usualmente principal autor de la mayoría de los delitos violentos más graves, parece haber sido desenmascarado en sus limitaciones una vez que la estructura patriarcal se ha desmoronado? Si el aporte del hombre a la procreación puede ser reemplazado por la tecnología, ¿qué tienen de indispensables los humanos del género masculino para la especie?

    La cuestión del sentido de la masculinidad y su vínculo con la paternidad podría parecer reciente, un efecto de la equiparación de roles y una inquietud provocada ante el vacío de reflexión si se compara con la abundancia de análisis sobre el rol de la mujer. No obstante, el problema del sentido de la masculinidad es tan antiguo como la civilización misma. El rol del género masculino en la supervivencia de la especie, en términos estrictamente biológicos es, como resulta obvio, bastante limitado y, en los grupos pre-humanos, reservado solo a algunos miembros del género. Esto determinó que la pregunta sobre el sentido de la masculinidad acompañara al hombre desde el principio de los tiempos. ¿Qué sentido tenía la existencia de aquellos —la mayoría— que ni siquiera lograron cumplir con ese efímero aporte al desarrollo de la especie?

    En la perspectiva de Camille Paglia (2020) y Luigi Zoja (2018), el nacimiento de la civilización puede entenderse como una búsqueda de sentido del mundo, impulsada por la necesidad de encontrar una razón de ser a la existencia de los miembros del género masculino y, también, como una forma de doblegar el miedo de los hombres a las fuerzas de la naturaleza y a la manifestación de su poder, siempre misterioso, en el género femenino.

    Así, habrían hechos biológicos y antropológicos que explican cómo la especie humana llega al punto de crear la cultura. De estos, hay uno que es crucial: el nacimiento de la relación del hijo ya no solo con la madre, sino que, también, con el hombre que participa en su crianza. Zoja (2018) identifica este momento como un punto esencial en el surgimiento de la cultura, lo que explicaría que, desde su origen, ésta —como ilustra con erudición Paglia (2020)— haya sido patriarcal. El rol de padre está intrínsecamente ligado al sentido de la existencia masculina, que trasciende a su rol inicial estrictamente biológico por medio del apareamiento. Por esto, el padre es un arquetipo que históricamente ha definido la idea de sí mismo del hombre, especialmente en la cultura occidental.

    La debacle irreversible de la cultura patriarcal hace que la pregunta sobre el rol del hombre en la sociedad resurja con fuerza. Este resurgimiento no se manifiesta solamente como una preocupación del debate intelectual. Antes, parece ser una inquietud inconsciente, una incomodidad invisible y, por lo mismo, poderosa. Esta desorientación existencial masculina, el miedo a la propia futilidad e insignificancia, sin embargo, es el mismo miedo que se encuentra en el origen de la cultura.

    El planteamiento que se analiza en este ensayo, que no es original, sino que es el de Zoja (2018) y que subyace a la perspectiva de Paglia (2020), es que la disolución irreversible del orden patriarcal es un avance de la civilización, pero implica un peligro de regresión. La pérdida del padre, como consecuencia de la desaparición de su rol en la sociedad, no libera necesariamente al mundo de la violencia masculina, sino que, al contrario, la podría desatar de sus antiguas inhibiciones. No obstante, la crianza sigue siendo una oportunidad de sentido, aunque de una manera distinta: menos estandarizada, psíquicamente más demandante y potencialmente más significativa.

    La frágil y cada vez más cambiante capa de cultura en la que la vida humana se desenvuelve es, sin embargo, sólo su parte más visible. Ella se asienta en una psique construida lentamente a lo largo de decenas de miles de años durante el desarrollo de la civilización. Y si bien es influida por la cultura y sus cambios, la psique evoluciona de modo mucho más pausado. He aquí una clave, si se quiere metodológica, en la que se apoya este ensayo. Esta clave ayuda a comprender un fenómeno de expresión reiterada en el mundo contemporáneo: la tensión entre las exigencias morales del orden social y la lenta evolución de quienes habitan ese orden social. El debate público suele ser expresado en términos éticos o, por llamarlo de otro modo, de voluntad cultural. Pero la psique de los miembros de una cultura y, por lo tanto, la evolución de las costumbres o modos (mores), es parsimoniosa. Esto exaspera a quienes, con razón, aspiran a un orden social más justo, al tiempo que tensa y crispa el tejido social de un modo que dificulta la convivencia, particularmente, entre géneros y entre generaciones. 

    Es posible que la conciencia sobre la distinción entre la urgencia ética y la evolución psíquica contribuya a apaciguar, en algo, las relaciones entre las distintas identidades que conforman la sociedad contemporánea. Sin embargo, no es suficiente para dotar de contenido a la pregunta sobre el sentido del género masculino una vez que ha caído el orden patriarcal. Nada obsta, en todo caso, a que se pueda imaginar un camino hacia un ideal que otorgue sentido. No se trata de un fin a la figura de padre, sino un paso más en su larga historia, un paso en el que el padre, una vez más, vuelve en rescate del hombre que, como hijo, lo busca incansablemente.

    La perspectiva de este ensayo, como la de Zoja (2018), reconoce la influencia de los aspectos biológicos en la antropología. Asume que el lenguaje y las elecciones conscientes son relevantes en la creación y el desarrollo de la cultura, pero acepta que otros factores que inciden en la evolución de la especie humana e influyen en el inconsciente son tanto o más poderosos. Dar visibilidad a esta influencia es una forma de integración necesaria para la comprensión completa de las propias elecciones racionales, así como para entender la cultura en la que se existe. La cultura occidental, tal como la entendemos hoy, es un fugaz espacio de tiempo al final del desarrollo de la vida y, también, un breve momento en comparación con el lapso de evolución desde los homínidos hasta el ser humano. Como demuestra Morin (2008), la psique humana se forma y evoluciona lentamente. Está fuertemente influida por ese desarrollo, y el inconsciente en el que se sostiene, por definición, se oculta a nuestros ojos. Las tesis sobre los hitos en la evolución de la especie pueden ayudar a dilucidar tendencias e impulsos de los seres humanos contemporáneos.

     

    El padre como origen 

    En las especies de primates más cercanas a los humanos, el macho no cumple un rol en la crianza. Sus grupos se estructuran socialmente bajo el liderazgo de un macho alfa y una jerarquización de los demás machos que, en último término, puede implicar incluso la exclusión de algunos. Con respecto al apareamiento, se ordenan bajo el modelo de prioridad de acceso. Este modelo consiste en que, de haber una hembra disponible para el apareamiento, la oportunidad es monopolizada por el macho alfa, pero si hay más hembras en celo, otros machos podrán tener también la oportunidad de aparearse, dependiendo de su rango social. Este modelo determina dos tipos de comportamiento: por un lado, sociabilización entre machos como una forma de ascenso en el rango social; por otra parte, competencia violenta para convertirse en macho alfa dentro del mismo grupo, o bien, exclusión del grupo y eventual conquista violenta de hembras de grupos liderados por otros machos alfa, generando, de esta forma, bandas de machos errantes (Morin 2008, Newton-Fisher et al. 2010).

    En un reciente comentario sobre los orígenes del derecho y la sociedad, Alfaro (2023) revisa un trabajo de Wrangham (2021), en que se postula que, hace alrededor de cuatrocientos mil años habría tenido lugar un desarrollo en el lenguaje que, a su vez, habría permitido que, conspiración mediante, los “machos beta” asesinaran al macho alfa. De esta manera, los machos alfa habrían sido sistemáticamente eliminados, lo que determinó una tendencia de selección genética: los comportamientos agresivos característicos de aquellos tenderían a ser desplazados por rasgos como la mayor capacidad de cognición y comunicación, habilidades necesarias para la conspiración.

    La necesidad de mantener una coalición de machos beta impulsó la generación de normas morales y, eventualmente, religiosas. Debía existir un consenso sobre las conductas socialmente excluidas o minusvaloradas para mantener el equilibrio de la coalición de machos beta que, en conjunto, pasaron a ser dominantes. En particular, normas para el ejercicio socialmente aceptado de la violencia. El macho alfa, como subraya Alfaro, no producía reglas, sino que sólo imponía su voluntad a partir de su primacía. En cambio, la coalición de machos beta no podía subsistir sin reglas, fundadas en ideas sobre lo que es bueno y lo que es malo. De ahí que, según Wrangham, sea esperable que, en las sociedades humanas más antiguas, tanto la religión como la política fueran dominadas por los hombres y que, además, estos crearan normas en su favor, subordinando los intereses femeninos. Asimismo, esto explica, como ilustra una y otra vez Paglia (2020), la tendencia masculina a la elaboración de conceptos, así como la creación y el desarrollo de las primeras culturas.

    Esta tesis es complementaria con aquella — relatada por Zoja (2018)— según la cual el origen de la humanidad se encuentra en la construcción de una relación entre el macho, la madre y el hijo más allá de la sola procreación. El paso de los prehumanos a caminar erectos permitió la liberación de las extremidades superiores. La disponibilidad de las manos hizo posible acarrear armas y portar a las crías. Esto habilitó a los humanos para perseguir y cazar presas de mayor tamaño, lo que incidió en una mejora de la alimentación, y la incorporación de más grasa en la dieta, lo que posibilitó también un mayor desarrollo del cerebro humano. No obstante, el caminar erguidas impedía a las hembras tener embarazos demasiado largos, pues el tamaño de la pelvis se vio limitado por este desempeño mecánico. Se determina así el nacimiento prematuro de la cría humana: debe nacer mientras su cabeza aún le permita salir a través del canal de parto. A diferencia de las otras especies animales, la cría humana comienza a nacer prematuramente, incompleta en su desarrollo. Se hace necesario que sea cuidada por un largo tiempo.

    Este cuidado queda a cargo de las mujeres, como una continuidad de la gestación y del parto. En el largo proceso de crianza, mientras la madre mira a los ojos al lactante, se desarrolla también la relación afectiva y el lenguaje. Se produce, asimismo, una especialización de las funciones. Mientras las mujeres participan en la crianza, los machos se concentran en la caza. El desarrollo cognitivo y del lenguaje permite a los machos cazar presas cada vez más grandes, las que deben ser perseguidas por largos tramos y por varios días. La posibilidad de transportar objetos con las extremidades superiores permite a los machos retornar al grupo con parte del alimento.

    La hominización supone la aparición de la pareja como unidad fundamental de la arque sociedad o sociedad originaria, una forma de complejización de la evolución prehumana. Como indica Morin (2008, 186): “Al control biológico que regulaba los períodos de deseo [el celo] y a la libre concurrencia biológica que entregaba las hembras a los jefes, les suceden la reglamentación sociológica que distingue entre deseos lícitos e ilícitos, y que distribuye las hembras según principios independientes de los individuos”.

    A través de la madre, se genera la relación del hombre con el hijo, reafirmando la jerarquía social del grupo masculino en el núcleo familiar. El padre es un fenómeno esencialmente cultural, que contribuye a la complejidad de las relaciones sociales: “El padre es al mismo tiempo protector y usurpador (al tomar para sí una parte de la ternura maternal), sostén y enemigo (al reprimir con su autoridad los deseos infantiles)” (Morin 2008, 184). En síntesis, el nacimiento del padre “es el gran fenómeno que prepara la hominización” (idem).

    Una vez que la reproducción es monógama, aquellos machos que retornan de la caza producen las condiciones para que su pareja y su descendencia tengan mayores posibilidades de sobrevivencia frente a aquellas en las que el macho no retorna con alimento. Esto determina que los genes del primer tipo de macho sean los genes que vayan prevaleciendo.

    En el retorno del macho se genera, síquicamente, la añoranza del retorno al hogar, que no es más que la añoranza del retorno a la mujer y al hijo. Asimismo, se produce un hecho cultural, que supera el impulso instintivo: para volver, el macho debe reprimir el impulso de búsqueda y curiosidad. Este nuevo tipo de hombre —el padre— se construye entonces a partir de la represión de los instintos. Debe posponer la satisfacción inmediata por un beneficio mayor, pero futuro. Su bien es el bien de su pareja, de sus hijos y del grupo social extendido. La añoranza del retorno colabora a impulsar esta decisión, a asentar esta voluntad. La parte de la educación del hijo que corresponde al padre no es más que su preparación para ser padre. Por lo tanto, lo propio del padre es enseñar la represión del deseo, del impulso, acercando al hijo no iniciado a la sociedad de los hombres. La relación con la hija, posteriormente limitada por el incesto, se limita a su cuidado y a la reafirmación de su pertenencia al grupo femenino, culturalmente subordinado por el grupo masculino. En Roma, relata Zoja (2018, 192), un hombre se convierte en padre mediante un rito con efectos jurídicos: “Levanta a su hijo en público (si se trata de una hija, se limita a ordenar que se la alimente) para indicar que asume la responsabilidad”.

    El deber hacia la mujer, hacia el hijo y hacia a la sociedad le da sentido existencial, en términos sicológicos, al macho de la especie. Un sentido que la hembra humana no ha necesitado, hasta ese momento, buscar fuera de sí, pues su conexión con la vida y con la naturaleza ctónica o telúrica, es una relación directa (Paglia 2020). La identificación de la mujer con la naturaleza es una identificación que ocurre en la psique de los machos de la especie, pues son ellos, como veíamos, quienes conceptualizan y construyen mitos, como un modo de encontrar sentido a su propio ser, cuya relevancia siempre está en duda. Al identificar a la mujer con la naturaleza, los sentimientos de temor e inseguridad que despierta el misterio y el poder omnímodo del mundo circundante se proyectan también en el género femenino. Éste, al igual que la naturaleza, debe ser controlado y subyugado. La herramienta para el control es la creación de conceptos. Primero es el verbo y, luego, Dios padre crea el mundo.

    Pero si bien el advenimiento del padre le da al hombre una oportunidad de trascendencia, al mismo tiempo es causa de una contradicción dolorosa, derivada del hecho de que el hombre no tiene disposición biológica a la crianza. El hombre intuye que su relación con el hijo no es natural, sino artificial: una construcción cultural.

    Desde luego, el rol materno también es un rol cultural, pero se construye sobre un continuo biológico de concepción, gestación, parto y amamantamiento, un proceso oscuro, misterioso, entre dolores, éxtasis, placidez y fluidos, totalmente fuera del alcance masculino. La cima de la conceptualización masculina de la mujer, el ideal femenino, es la virgen que concibe sin mácula: la añoranza del amor femenino escindido de la aterradora naturaleza ctónica.

    Si el padre es una construcción cultural sin continuidad biológica aparente, el hombre, haya participado o no en la concepción, ha de transformarse en padre, como en Roma, por un acto público de reconocimiento del hijo. “Padre —le explica Freud a Jung en una carta —, es el que posee sexualmente a la madre (y a los hijos como propiedad). El hecho de la procreación por parte del padre no tiene importancia psicológica para el niño” (Zoja 2018, 191). El padre siempre ha de envidiar la intimidad única que el hijo tiene con la madre, pues no amamanta y su disposición biológica no lo impulsa a la crianza, sin embargo, descubre en la paternidad una oportunidad de trascendencia, de superar la propia insignificancia: transmitir, como la madre, algo de sí mismo hacia el futuro. La búsqueda individual está al servicio del desarrollo de la sociedad, que, al mismo tiempo, sirve a los individuos. “Sociedad e individualidad —afirma Morin— no son dos realidades separadas que se ajustan una a la otra, pero hay un ambisistema en que ambas se conforman y parasitan mutuamente de forma contradictoria y simultánea” (2008, 44).

    El epítome de este proceso, la construcción de, como denomina Paglia (2020), una civilización apolínea y patriarcal, tiene lugar en Grecia. En ella es posible encontrar con claridad el retrato arquetípico del padre, pero también el del macho anterior al padre y el del hombre contemporáneo.

     

    Auge y caída del padre

    La obra de Homero parece constituir un destilado preciso de la concepción psíquica sobre la especie humana que se fue formando y desarrollando desde el surgimiento de la civilización hasta Grecia. Incluso, puede estimarse que su vigencia se debe, también, a que anticipa al hombre moderno. Según Lieberman (2022), las obras universales de tradición oral llegan a tener este estatus a través de un largo proceso de selección, análogo a un proceso evolutivo. Los relatos e historias de la tradición oral pasan de generación en generación, y quienes los atesoran y comparten van seleccionando los aspectos de tales relatos que más interesan y entusiasman a sus audiencias. El interés de la audiencia ante un relato es espontáneo y, muchas veces, inexplicable. La información recibida es procesada tanto por la conciencia como por el inconsciente, cuyo lenguaje, como queda de manifiesto en los sueños, es precisamente el lenguaje de los símbolos y arquetipos. En consecuencia, la literatura y, en general, el arte, se comunica directamente con el inconsciente, que impulsa la respuesta de entusiasmo o desinterés de una forma que a nuestro nivel consciente aparece como automática, en cuanto no es impulsada por un juicio racional —una deliberación consciente— sobre la obra.

    Héctor, Andrómaca, Astianacte y el yelmo. Cerámica apulia. 370-360 AC.

    Héctor, Andrómaca, Astianacte y el yelmo. Cerámica apulia. 370-360 AC. Foto de Jastrow, tomada en “Iliade exhibition at the Colosseum” (septiembre 2006 – febrero 2007).

    Este es el proceso que ha tenido lugar, como explica Lieberman (2022), con relación a algunos cuentos de hadas de origen arcaico, por ejemplo, aquellos compilados por los hermanos Grimm. Sus enseñanzas sobre cómo funciona el mundo son poderosas y trabajan a nivel inconsciente, sea que se haya sido capaz de analizar un sentido del cuento o no. De ahí la relevancia —si se permite la digresión— de no dulcificarlos, suavizarlos, o volverlos políticamente correctos.

    Este mismo proceso y su resultado puede predicarse de la Ilíada, pues es probable que Homero —si es que realmente existió—, haya sido un recopilador de relatos ancestrales. Zoja (2018) explica cómo en ciertos personajes de la Ilíada pueden encontrarse distintos arquetipos de hombre: macho alfa, padre y hombre moderno. La comprensión de estos arquetipos permite entender qué es un padre, lo que es relevante no tanto porque ese arquetipo subsista en la sociedad actual, sino porque subsiste en nuestra psique: es el padre que, como hijos, añoramos.

    El padre está retratado en la Ilíada por Héctor. Héctor es el defensor de Troya, quien vuelve de la batalla a la ciudad, para llamar a su hermano Paris al combate y para ver por última vez a su mujer Andrómaca y a su hijo Astianacte, pues presiente su muerte a manos de los aqueos. Tanto su madre, Hécuba, como Andrómaca, intentan disuadirlo de su deber de defender Troya, exponiéndose a la muerte fuera de sus muros. Héctor, ataviado con su armadura ensangrentada por la batalla y su casco de guerra con penacho de crin, rebate con firmeza los argumentos de las mujeres, sin dudar que su deber es liderar la defensa de la ciudad. Lo singular de este personaje de la Ilíada es que, a diferencia de los demás héroes, da cuenta de un vínculo afectivo manifiesto con su hijo. Al dirigir su mirada a él, el niño se esconde detrás de las faldas de su madre, aterrado por su aspecto de guerrero. Al darse cuenta, Héctor sonríe y se saca su casco para ser reconocido. Luego toma a su hijo, lo levanta sobre él, y eleva una plegaria:

    ¡Zeus y demás dioses! Concededme que este niño mío

    llegue a ser como yo, sobresaliente entre los troyanos,

    igual de valeroso en fuerza y rey con poder soberano en Ilio.

    Que alguna vez uno diga de él: “Es mucho mejor que su padre”,

    Al regresar del combate. Y que traiga ensangrentados despojos

    Del enemigo muerto y que a su madre se le alegre el corazón.

    (Ilíada, canto IV, verso 480)

    De este instante, Zoja (2018, 111-112), destaca que Héctor, “con Astianacte (…) ha hecho aquello que para los griegos resultaba casi impensable: hacer esperar al padre en el futuro y asociarlo por un momento, en un único sentimiento, con la madre. Dos seres que se esfuerzan por hablar se hallan unidos por el hijo que no habla. La escena rompe la austeridad de la épica con un anacronismo intimista y casi cristiano”.

    En contraste, Aquiles, que da muerte a Héctor, es la representación del hombre previo al surgimiento del padre. Es un personaje cuyas características principales son la soberbia, la temeridad y la fuerza en la batalla; un hombre muchas veces cegado por la ira, que difícilmente muestra compasión. Aquiles es el prototipo del macho alfa. No obstante, es capaz de ser piadoso al devolver el cuerpo de Héctor a Príamo, integrando los elementos de su crianza: no solo fue alimentado con entrañas de leones o jabalíes para lograr la fortaleza que lo caracteriza, sino que también con miel. No solo aprendió las artes de la caza y la guerra, sino que también el canto y la lira. Aquiles es capaz de afectos concretos, de piedad hacia sujetos específicos. Héctor también es capaz de ternura y afecto, pero esa ternura y afecto cede ante el deber. Su aspecto femenino está subyugado —de hecho, es en cierto modo menospreciado— a su sentido patriarcal de deber, a diferencia de Aquiles, cuya conexión con el mundo de los instintos es más directa, lo que lo hace capaz de ser movido por emociones específicas respecto a personas concretas, sea crueldad, afecto o compasión.

    Por su parte, Ulises anticipa al hombre contemporáneo. Moralmente, es un hombre que duda, un personaje complejo. Es inquieto, es ingenioso y calculador, tiene la curiosidad y el insaciable impulso de novedad de un hombre contemporáneo, pero, al mismo tiempo, añora el retorno al hogar.

    Grecia y, luego, Roma, son sociedades eminentemente patriarcales. El padre es, hasta cierto punto, una figura sacralizada, que entrega al hijo un código moral y lo acompaña en el rito de iniciación a la adultez. El rito de iniciación es un segundo nacimiento y, en una sociedad patriarcal, a diferencia del parto, es estrictamente cultural y queda a cargo de los hombres. El poder del rito, que descansa en su repetición, en su reconocimiento social y en la fuerza de aquello que no es explicable, permite a todo padre cumplir su función de acompañar al hijo para que haga realidad la oración de Héctor: elevarlo sobre su propia condición y convertirlo, a su vez, en padre, un padre que supere a su antecesor en beneficio de su grupo social. Este hecho da sentido a la existencia, tanto del padre como del hijo.

    Luego de su cénit, la sociedad patriarcal inicia un lento proceso de decadencia, cuyo germen se encuentra en la revolución cristiana. Jesús pone en un mismo lugar de relevancia al hijo y al padre. Las ideas de caridad y de amor al prójimo son antecedentes de la igualdad y de la demolición de las jerarquías en la sociedad moderna. El poder paterno se integra a y se diluye en las estructuras colectivas que caracterizan a la Edad Media. En el mundo medieval, el padre deja de jugar un rol político central, que se traspasa a los nobles, al rey y al emperador, los que se vinculan por estirpe o linaje. “Cristo era Dios y el Hijo de Dios al mismo tiempo. Esto significa que el padre ya no era la imagen exclusiva de Dios en la tierra, ni Dios la del Padre en el cielo” (Zoja 2018, 197). La erosión del arquetipo paterno se inicia con las ideas de la revolución cristiana, pero las jerarquías sociales tardarán aún más en ser subvertidas. Los hitos de este proceso son la Revolución Francesa y la Revolución Industrial. La caída del Antiguo Régimen es la disolución de la estructura social en la que se integró simbólicamente el antiguo prestigio y autoridad paterna. El ideal iluminista es que la educación de los niños pase a manos del Estado, distanciando de esta forma al hijo de la influencia del padre. Asimismo, la Revolución Industrial oculta al padre del hijo. El padre proletario ya no enseña un oficio al hijo y difícilmente puede constituir un modelo ético. Su dignidad está limitada a su precario rol de proveedor asalariado, de una familia que vive, la mayoría de las veces, en condiciones de miseria y hacinamiento en la ciudad. El desempleo y el alcoholismo en las grandes urbes son el retrato de la degradación masculina y paterna a finales del siglo XIX, antes de las grandes guerras. La modernidad debilita irreversiblemente el prestigio moral el padre y su rol en el ingreso a la adultez.

    No obstante, la caída del padre no implica su desaparición psíquica. El padre, en la concepción de Jung, es un contenido del inconsciente colectivo que, a su vez, es un estrato más profundo de la psique, en el cual se asienta el inconsciente personal. El inconsciente colectivo “no es de naturaleza individual sino universal, es decir, que en contraste con la psique individual tiene contenidos y modos de comportamiento que son, cum grano salis, los mismos en todas partes y en todos los individuos” (Jung 1970, 10).  Jung llama a los contenidos del inconsciente individual “complejos de carga afectiva” y al contenido del inconsciente colectivo, “arquetipos”, que, como su nombre sugiere, son arcaicos, tal como la figura del padre. Jung (1970, 62), explica que “los arquetipos señalan vías determinadas a toda la actividad de la fantasía y producen de ese modo asombrosos paralelos mitológicos, tanto en las creaciones de la fantasía onírica infantil, como en los delirios de la esquizofrenia, así como también, aunque en menor medida, en los sueños de los normales y neuróticos. No se trata entonces de representaciones heredadas sino de posibilidades de representaciones”.

    En la construcción mental de cada ser humano, se combinan elementos conscientes e inconscientes, siendo estos últimos particularmente poderosos. Según Dijksterhuis y Nordgren (2006, 97), la capacidad de procesamiento del pensamiento consciente se encuentra entre 10 y 60 bits por segundo, pero todo el sistema de procesamiento humano combinado tiene una capacidad de 11.200.000 bits por segundo. Si bien esta estimación está relacionada con una tesis sobre “pensamiento inconsciente”, nos da una idea de la magnitud de la influencia del inconsciente sobre la delgada capa de pensamiento consciente o ego, con el cual nos identificamos, pues aun cuando la consciencia decida direcciones y la voluntad impulse un sentido de lo que se quiere expresar, las imágenes, los conceptos y las palabras concretas son enviadas por el inconsciente. Esto, como todo ser humano experimenta cotidianamente, queda vergonzosamente de manifiesto a través deslices lingüísticos que delatan el contenido del inconsciente individual, filones de luz que utilizan los psicoanalistas para sumergirse en la parte no visible del iceberg. Las decisiones sobre valores e ideales, sobre cómo debe ser el mundo, son decisiones del pensamiento consciente. Pero el pensamiento consciente se encuentra limitado en su capacidad de procesamiento, ya que opera a partir de reglas y principios acotados y tiene escasa capacidad para sopesar la importancia relativa de los múltiples atributos que toman los objetos en decisiones complejas.

    Si las representaciones en las que se manifiesta el inconsciente personal están constituidas por arquetipos —que, a su vez, se han ido formando a partir de millones de años de desarrollo biológico—, la evolución de nuestra percepción inconsciente del mundo no puede sino evolucionar muy lentamente, mucho más lentamente que nuestras ideas conscientes sobre él. Las concepciones conscientes en la mente de los seres humanos, además, varían de forma cada vez más rápida en un mundo saturado de información y a partir del efecto de las modas cambiantes transmitidas a través de las redes sociales.

    En síntesis, ciertas preferencias éticas sobre la sociedad evolucionan mucho más rápido que el inconsciente colectivo, particularmente cuando este cambio es impulsado por avances tecnológicos o, más rápido aún, por tendencias o modas intelectuales. A su vez, el inconsciente colectivo evoluciona mucho más rápido que la biología de los humanos.

    Por otra parte, el arquetipo del padre dependía de su rol ritual, rol que empieza su debacle con el cristianismo y que casi ha desaparecido por completo en nuestros días. Para que el rol ritual se pierda, no es necesario que se deje de practicar por toda la sociedad. Basta solamente con que ya no sea reconocido por la mayoría de los individuos que la componen. En consecuencia, la celebración aislada del rito no puede revivir al padre en la sociedad contemporánea. Esto significa que, por lenta que parezca, la debacle del patriarcado no tiene vuelta atrás.

    Pese a que en la sociedad contemporánea ya no es posible revivir el rol de padre, como arquetipo sigue presente en el inconsciente colectivo e influye en la forma en que sentimos, pensamos y entendemos a quienes cumplen el rol paterno, sean hombres o mujeres, especialmente en las zonas ocultas para la consciencia.

    Visto así, la muerte del padre en la sociedad contemporánea da lugar a tres consecuencias:

    En primer lugar, ha producido una confusión sobre el rol propiamente masculino. El padre es un principio psicológico, un arquetipo que puede ser encarnado por cualquier género. Sin embargo, la idea de padre es, al mismo tiempo, un ideal de masculinidad. Por lo tanto, el declive de la sociedad patriarcal no solo arrastra a la figura del padre, sino que, además, al ideal masculino. Esto tiene como consecuencia que, en la medida en que no exista claridad sobre cuál es el rol masculino en la nueva sociedad no patriarcal, exista un riesgo de regresión al estado previo al padre: el macho alfa, la pandilla, las bandas de hermanos sin padre.

    En segundo lugar, debiera surgir un nuevo arquetipo de hombre. Esto, más que constatar una realidad, tiene la forma de una esperanza. Si surge un nuevo paradigma masculino, no será una irrupción en la historia, sino que, probablemente, dada la lenta evolución del inconsciente colectivo, tendrá una aparición gradual.

    El tercer efecto es la añoranza del padre, la más de las veces, inconsciente. Esta añoranza está presente en el cine y la literatura y la resonancia de las obras que tratan el tópico, da cuenta de la actualidad del arquetipo.

     

    Anacronismo y actualidad del arquetipo

    El arte es un buen lugar donde observar la realidad de la figura del padre, hasta aquí expresada en términos más bien teóricos. Si es cierta la tesis de Paglia (2020), según la cual el arte, aún el contemporáneo, vuelve una y otra vez sobre los temas fundamentales de la humanidad, en esta parte de la cultura podemos observar cómo se manifiesta la añoranza a la figura del padre y la regresión al hombre pre padre, a la pandilla. Volviendo a la idea de Lieberman (2022), aquellas obras y temas que obsesionan a las audiencias dan luces sobre lo que se esconde en el inconsciente.

    El cine es una expresión artística contemporánea que, según Paglia (2020), ha contribuido decisivamente a subvertir el orden cristiano occidental —apolíneo en su caracterización— impulsando un retorno al paganismo. En su visión, ha colaborado decisivamente al paso de una sociedad más dionisíaca, como ocurrió, por ejemplo, de la Grecia clásica a la Grecia postclásica o helenística. De ahí, probablemente, la sensación de decadencia que aparece en las perspectivas de algunos observadores del mundo contemporáneo.

    En el cine del siglo XX, el tema de la mafia, de los gangsters, ha fascinado a las audiencias. Es un mundo sin padres, sujetos a códigos morales especiales, diferentes de los socialmente dominantes —hechos para los débiles—, sino compuesto de fuerza y de lealtades frágiles. Es el mundo de la regresión al macho alfa y a la pandilla.

    Una película de este género ilustra con claridad la tensión arquetípica entre el mafioso y el padre es A Bronx Tale, dirigida por Robert De Niro, con guion de Chazz Palminteri, de 1993. La película se ambienta en los años sesenta del siglo pasado. En ella, un niño pequeño llamado Calogero es testigo de un hecho violento, pero decide callar. Adopta, de esta forma, el código de conducta la pandilla italiana local de esa zona de Nueva York. Su padre, Lorenzo, es un chofer de bus, un trabajador honesto y esforzado. El niño es apadrinado por el mafioso del barrio, Sonny, con lo cual, desde ese momento, el niño tiene dos padres. El tema principal de la película es, entonces, la tensión entre ambos: Lorenzo, cual Héctor, pobre pero respetado por la comunidad, y Sonny, cual Aquiles, un hombre poderoso que viste trajes costosos y es temido por la comunidad.

    Sonny incorpora al niño a la pandilla, pero destruye su candor. Luego de una conversación con el mafioso sobre baseball, deporte que lo obsesiona, su perspectiva cínica hace que el niño pierda todo su interés en él. El baseball es una rémora, un fósil del antiguo mundo que el padre enseña y al cual incorpora al hijo a través de un rito, con sus héroes, sus tradiciones y sus reglas. El gangster, como Aquiles, no puede interesarse en un mundo así, pues no ha sido iniciado, o bien, no puede valorar un mundo de conceptos —un pequeño mundo de reglas, tradiciones y mitos— que exige ingenuidad patriarcal: creer en que existe un mundo de héroes que logran sus hazañas por amor y compromiso con algo superior y colectivo —en este caso, el equipo— y no solo por interés propio, fama y dinero. Sonny solo puede reconocer y validar el poder y el prestigio que se obtiene mediante la fuerza.

    Una escena en particular da cuenta de la tensión entre los arquetipos, padre y macho alfa. La madre Calogero ha descubierto que su hijo guarda una cantidad de dinero significativa. El padre enfrenta al niño y él confiesa que ha reunido ese dinero recibiendo propinas de los mafiosos, en el bar al que Lorenzo le ha prohibido ir. Su mujer, tal como la madre y la mujer de Héctor, tienta a Lorenzo a apartarse de su deber, sugiriéndole que usen el dinero para aliviar sus muchas necesidades. Lorenzo sabe que se juega su condición de padre en ese momento: aceptar el dinero hace imposible que pueda seguir considerándose como tal. Hay una cuestión de poder, pero, también, de sentido de la propia existencia. Desoye a su mujer y se dirige con energía hacia el bar, con el grueso fajo de dinero en una mano y el niño tomado en la otra. Como Héctor, sabe que no puede vencer en fuerza a su rival, pero que no tiene más opción que desafiarlo. Al encontrarlo sentado, tomando su espresso, el mafioso y sus acólitos lo observan con desdén. Al oír el reclamo airado del padre, Sonny le espeta que ha tratado al niño como a su propio hijo, como una justificación de lo inocuo de su conducta, pero también, implícitamente, como una respuesta al desafío paterno.

    Fotograma de A Bronx Tale, dirigida por Robert De Niro, en el momento en que el padre se para frente al mafioso, para recuperar su dignidad como tal.

    En ese momento, el padre, sabe que se juega el sentido de sus elecciones vitales. No tiene otra opción que dirigir una exigencia suicida al mafioso, un desafío abierto a la voluntad sin reglas del macho alfa de ese barrio del Bronx: “Deja a mi hijo en paz, es mi hijo, no tu hijo”. El desafío, de terminar en disputa violenta, sólo puede tener como resultado la muerte o humillación del padre. Pero el padre, como Héctor, para ser coherente con su arquetipo, no tiene opción. Eso es, precisamente, lo que lo vuelve admirable. Sin eso, no es más que un pobre y desdichado chofer de bus. Intuye, además, que su hijo siempre lo juzgará —inconscientemente—por ese momento.

    El padre evita la humillación, en parte, gracias a su valor y, en parte, gracias un gesto de grandeza de Sonny. Quizá el mismo siente una admiración nostálgica, oculta a sí mismo, de esta figura paterna.

    Una vez afuera del bar, el hijo le representa a Lorenzo la ingenuidad de su elección vital: ser un trabajador esforzado pobre y no, como pudo haber ocurrido, ser parte de la pandilla. Le grita airadamente que el mafioso tiene razón: “El trabajador es un sucker (un tonto ingenuo, un perdedor)”. El padre lo abofetea y le dice: “El hombre trabajador es el héroe. Lo fácil es apretar el gatillo, lo difícil sentarse en el bus todos los días”. El hijo no puede entender a nivel consciente, pero igualmente es apaciguado por la convicción paterna. Lorenzo, el padre, le explica que entenderá cuando sea grande.

    El padre de A Bronx Tale reivindica los elementos del arquetipo: más allá de las evidentes analogías con la actitud de Héctor en la Ilíada —supera la tentación femenina, no elude su eventual destino trágico a conciencia, constituye un triángulo afectivo con su mujer y con el hijo, confía en que su hijo será mejor que él— actúa como si tuviera una convicción automática: su rol es preparar a su hijo para ser padre.

    Tanto el mafioso como el padre ocupan a lo largo de la cinta la frase “lo entenderás cuando seas adulto”. Esta frase, sin embargo, significa cosas distintas cuando la pronuncia Sonny y cuando la pronuncia Lorenzo. El sentido existencial del padre es lograr que su hijo se vuelva padre, elevarlo por sobre él mismo, lo que implica la comprensión del propio código moral, que es el código moral de la sociedad de la que el padre es parte y a la cual introducirá al hijo en la iniciación o segundo nacimiento. En cambio, cuando el líder de la pandilla hace esa declaración, es solo cinismo: entender algo cuando sea grande significa ver el mundo sin el ingenuo velo del orden moral patriarcal, es decir, entender cómo los acontecimientos del mundo no son más que una expresión de la ley del más fuerte, un mundo donde nadie puede confiar en nadie. No obstante, con todo, Sonny guarda cierta capacidad de demostrar ternura y cercanía y, paradójicamente, pareciera ser ese el rasgo que lo acerca a Calogero.

    La violencia, sin embargo, no es sólo el dominio del macho alfa. Tanto Sonny como Lorenzo usan la violencia, pero, como sus palabras, de un modo distinto. Como Aquiles, la violencia del mafioso responde a su supervivencia y prestigio, pero también a su soberbia. El padre, en cambio, usa la violencia racionalmente. Al hacerlo, también le está enseñando al hijo dos lecciones característicamente paternas (independiente del sexo del progenitor o de la progenitora, diría Samuels (2015) contemporáneamente). Primero, como explica Zoja (2018), que todo ser humano debe ser capaz de usar la agresión para defenderse y autoafirmarse. Segundo, la autocontención, pues la agresión debe ser controlada racionalmente y sujetarse al código moral socialmente aceptado. Es necesario evitar, como sugiere Samuels (2015), que la agresión degenere en destructividad.

    A Bronx Tale muestra que el compromiso sin fisuras de Lorenzo con el código moral de la sociedad lo vuelve ingenuo a ojos de un hijo deslumbrado por el líder de la pandilla. El padre, más que un proveedor, es alguien que inicia al hijo en la sociedad, en el mundo que él habita, conforme a la moral de ese mundo. Pero el arquetipo paterno no puede sostenerse sin una estructura social, religiosa o moral en la que el padre pueda jugar su rol. Disuelta esa estructura, el padre corre el riesgo de ser una figura anacrónica. La misma vigencia de A Bronx Tale, sin embargo, pone de manifiesto que la añoranza del arquetipo paterno continúa viva en nosotros, como se puede apreciar, también, en otras obras cinematográficas.

    En una línea no muy distinta, algunos años más tarde, Clint Eastwood, en Gran Torino (2008), despide al padre como un redentor que no volverá. Esta obra retrata a Walt Kowalski, un anciano totalmente fuera de tiempo y lugar, con aficiones y glorias pasadas desprestigiadas, un padre arquetípico que escoge a uno de la estirpe de su antiguo enemigo como hijo, para elevarlo sobre el mundo de la regresión a la pandilla masculina. El viejo guerrero es capaz de enseñar las reglas y la agresión como acto póstumo. La maestría de Eastwood radica en presentar este hombre como un personaje antipático, pero que poco a poco conquista a los espectadores, creando una inesperada simpatía y provocando una añoranza hacia una figura patriarcal que se desvanece.

    Clint Eastwood, como Walt Kowalski, y Bee Vang como Thao, en Gran Torino, cinta dirigida por el mismo Eastwood en 2008, otra gran película sobre la paternidad.

    Pero ¿qué habría ocurrido con Calogero si no hubiese sido hijo de Lorenzo, o con Thao, de no encontrarse con su vecino Walt? Hace pocos años, una de las obras literarias más aclamadas y leídas de este siglo, retrató el mundo interno y las decisiones vitales de un hombre contemporáneo que, posiblemente como la mayoría, construye su vida a tientas, bajo la sombra de un progenitor que no abraza su rol paterno.

     

    El padre de Knausgaard

    El escritor noruego Karl Ove Knausgaard necesitaba entender cómo fue que su padre decidió dejarse morir, abandonándose totalmente en el alcohol hasta el desenlace inevitable. La muerte del padre es una crónica sobre este proceso, a partir de los recuerdos del propio Knausgaard, que van llegando a un escritor que ha decidido —primero a tientas y luego sin reservas— involucrarse vitalmente en un proceso de inmersión en su memoria. Es una novela cuyo objetivo es parecerse lo más posible a la realidad, la que naturalmente está mediatizada por su propia perspectiva, por los límites de su memoria y, claro, por el lenguaje.

    Para cualquier ser humano, escribir una saga de cuatro mil páginas a partir de recuerdos de la propia vida parece una labor imposible. La mayoría de las personas declaran tener pocos y difusos recuerdos de su niñez o adolescencia. No obstante, el mismo Knausgaard cuenta que al sumergirse en esta búsqueda por medio de la escritura, los recuerdos comenzaron a aparecer uno tras otro. Esta observación es coincidente con la de Betthelheim (1988), para quien la clave en la crianza de los niños es el recuerdo de la propia niñez. Los seres humanos, indica el psiquiatra, solemos pensar que estos recuerdos se han desvanecido, pero, según él, simplemente están demasiado escondidos. Quien tiene el valor de abrir esa puerta, va a encontrar los episodios de la niñez que marcan su psique. Al hacerlo, puede dar con la llave para entender a los propios hijos. Lieberman (2022) explica que los recuerdos sobre la niñez están enterrados en partes insondables del inconsciente. Son recuerdos antiguos y, por lo mismo, permanecen guardados en zonas profundas. Los niños, dice, necesitan sublimar la oscuridad que ven en sus padres, pues dependen de ellos para sobrevivir. Los episodios oscuros deben esconderse para mantener la confianza en la bondad materna y paterna.

    El problema de este mecanismo es que el inconsciente influye poderosamente en las conductas y elecciones de cada uno. Peor aún, influye con más fuerza mientras más oculto se encuentre el recuerdo, pues las reacciones inconscientes que afloran nos resultan ajenas, extrañas, como si correspondieran a otro, precisamente por encontrarse totalmente ocultas de la conciencia. Son actitudes que no corresponden al doctor Jekyll, sino que al malvado señor Hyde. La estupefacción ante los propios actos, elecciones e impulsos es un lugar reiterado en la revisión autobiográfica de Knausgaard. Pero la búsqueda de respuestas sin la compañía silenciosa de alguien que ya ha vivido hace que los esfuerzos por encontrar sentido parezcan inútiles. Ante esa soledad, no queda más que buscar estas explicaciones en el recóndito lugar en el que están guardadas.

    No obstante, la entrada al inconsciente, como en los cuentos de hadas, está llena de criaturas monstruosas. Lo que vamos ocultando mientras vivimos va quedando en las primeras capaz del inconsciente y es lo que, a veces, nos muestran los sueños y pesadillas. Esto hace que la revisión de la propia historia, para encontrar respuestas sobre actos que parecen inexplicables, sea una tarea que difícilmente se emprenda.

    Escritor noruego Karl Ove Knausgaard, autor de Mi lucha. Fotografía de promoción de editorial Anagrama.

    Irónicamente, la expresión externa de este horror —grotescamente manifiesto en la primera novela de la saga— impulsa al autor en su proceso y al lector a seguirlo. La curiosidad de Knausgaard —quizás, su inclinación ética adolescente hacia la búsqueda de lo genuino identificado con lo crudo y lo despiadado— lo atraen con cada vez más fuerza hacia la exploración de sus demonios. Como en los cuentos de hadas, Knausgaard juega el rol del tercer hermano, el hermano despreciado por inepto, que representa la parte menos racional de cada uno, pero que es inexplicablemente fiel al padre interno, que confía y que se lanza en la misión encomendada, esperando encontrar el tesoro prometido al final de la historia.

    Knausgaard, impulsado por su editor, se aventura en la reconstrucción de su biografía. Divide su primer manuscrito en dos partes, la referida muerte del padre y Un hombre enamorado, la descripción detallada del caótico período de nacimiento y crianza de sus hijos. La tercera “novela” —La isla de la infancia— es, posiblemente, su logro más extraordinario: un relato de su infancia en primera persona en una inmersión psicológica prodigiosa. El terror al padre y a sus arrebatos violentos, su presencia psíquica, recuerda a esos campanarios gigantescos que se yerguen al lado de los edificios cívicos en las plazas medievales europeas. El niño juega a sus espaldas, lo olvida en ocasiones, pero siempre está consciente de su ser amenazante. Agradece, en cambio, el más grandioso regalo de su madre: sostener la existencia de manera invisible. Por más que intenta recordarla en la cotidianeidad, la madre aparece menos en episodios específicos relacionados con ella misma. Ella le obsequia constituir el principio que sustenta su niñez, una figura que se deshace en su mundo, como la misma naturaleza. Ella permite que las cosas ocurran en su vida, le regala el silencio para que el mundo hable, con el arrobamiento y el temor ante lo que no se conoce. Le regala lo bueno de su niñez.

    La siguiente parte de la historia se sitúa en su camino a la adultez. Las novelas IV y V transmiten una sensación de extravío desolador, aliviado solo esporádicamente por breves encuentros y por la sencilla liberación que implica superar etapas de maduración, pero que Knausgaard ha vivido previamente con el terror de quien se pierde en una tormenta oscura.

    Mi lucha tiene la forma de una novela. Probablemente, no sea el texto literario más refinado, pues gran parte fue escrito con urgencia. Algunos piensan que tiene más valor como obra de arte que como novela, pues el acto mismo de la escritura como expresión de todo aquello que va a pareciendo en el flujo mental, así como el involucramiento del lector en ese impulso, constituyen un hecho artístico en sí mismo. No en vano le fue sugerido al autor que, si quería ser original de verdad, las entregas de textos no tuvieran fin. Pero Mi lucha es una novela y, como toda historia, debía tener un final, el que llega en la sexta entrega, titulada simplemente Fin. Es la más voluminosa de todas y la única que, al menos en parte, se refiere a la biografía de un personaje histórico ajeno al círculo vital de Knausgaard. Ese personaje es Hitler.

    La extensa revisión de los aspectos biográficos de Hitler, particularmente la observación de sus primeros años, sus años anónimos, no fue un aspecto que, según el autor, estuviera pensado de antemano al escoger el nombre del conjunto de novelas. Su intención, ha explicado Knausgaard, ha sido sumergirse en una caverna del tiempo que muestra, precisamente, su lucha. Pero, dado el desafiante nombre escogido para su saga, consideró ineludible abordar a ese personaje. Asimismo, el autor considera que en Hitler y en el holocausto se pueden ponderar a fuego todas las elecciones humanas. Es un reactivo perfecto para probar qué tan firmes podrían haberse mantenido las propias convicciones morales.

    Es posible que el flujo inconsciente del novelista lo haya impulsado a escoger un arquetipo insuperable: Hitler es un personaje apocalíptico y, por lo tanto, adecuado para un final. También es un hombre sin padre, no porque no lo haya tenido, sino que porque su padre —como a Knausgaard— lo ha despreciado. Sin embargo, a diferencia de del autor noruego, Hitler yerra en la vocación escogida: el arte plástico. No logra ni el descubrimiento de la propia vocación ni, menos, el desesperadamente buscado reconocimiento. Tampoco logra hacer carne sus deseos románticos. Vive la humillación y se hunde en el hambre y la miseria anónima de la masa proletarizada sin trabajo en Viena. Se transforma en un hijo desamparado de la revolución industrial. Pero ve una luz de esperanza en la guerra. Los jóvenes pobres y despreciados de Viena son vitoreados por las multitudes cuando se embarcan al frente de batalla, luciendo sus uniformes imperiales, un emblema del orgullo y del sentido patriarcal. La manada anónima se transforma en la gloriosa banda de hermanos, jóvenes dispuestos a la gloria y al sacrificio, la promesa del futuro esplendor de la patria. Por fin, una identidad. Para Hitler, todo intento de desafiar esa identidad es absolutamente inaceptable, aun cuando la masacre de millones de jóvenes haga patente el absurdo y la tragedia de la guerra industrializada. En la psique del hijo sin padre, el apocalipsis personal es una amenaza más poderosa que el apocalipsis de Europa. Así parece ser, también, para todo un imperio cuya estructura patriarcal se desploma.

    Mientras tanto, el sueño de felicidad de Knausgaard se desmorona. La foto de la última parte del período vital que representa Mi lucha muestra a un hombre oprimido, desgastado, impotente ante el colapso emocional de su mujer, la crianza de los hijos y la urgencia de los propios encargos. Fin es, en parte, la historia de esa ventana de tiempo constituido por la escritura de Mi lucha, pues, finalmente, los recuerdos que brotan son los recuerdos que provienen de la época de la escritura del resto de la saga, una suerte de metarelato de los volúmenes anteriores.

    Hoy, Knausgaard, el escritor, es otro hombre, que mira con extrañeza las fijaciones y el flujo mental del hombre que fue. Esa transformación fue provocada, en parte, por la decisión de divorciarse, que se atrevió a tomar luego de escribir su saga, escritura que algunos ven nada más como la forma en que un hombre juntó valor para divorciarse y continuar con su vida. Quizás la gigantesca liberación de ese caudal mental liberó, a su vez, la psique del autor para por fin integrarse y transformarse en un hombre libre.

    Si eso es así, Mi lucha muestra un camino de redención posible para los hombres sin padre; un camino lleno de apuestas y riesgos, del vértigo de las elecciones libres, satisfactorio y agobiante, como el mundo contemporáneo, expuesto al peligro psíquico ancestral de los machos de la especie, peligro que Knausgaard ilustra como “sentirse fuera de las cosas”.

    En Mi lucha, el arquetipo del padre es una presencia gigantesca, una sombra, una añoranza, tanto para el propio padre que fracasa en ser tal, como para el protagonista que busca a tientas ese camino que tiene trazado. Son dos seres solitarios unidos en una cadena de nacimientos, por un azar que no habrían escogido.

     

    Escatología del padre

    Todo relato exige su final. Quien haya llegado hasta aquí en este ensayo, probablemente se sentiría decepcionado sin una conclusión, sin un final, sin una perspectiva clara de futuro. ¿Qué será de los hombres después de la caída de la sociedad patriarcal? ¿Están obsoletos? ¿Qué hace un progenitor o cualquier ser humano que decide criar a un hijo, desprovisto del prestigio y la seguridad que su rol le otorgaba en la sociedad patriarcal?

    Quizás valga la pena repasar brevemente aspectos esenciales observados hasta aquí. En un plano, por qué no, puede entenderse a la cultura patriarcal como una conspiración masculina para dominar a las mujeres. No obstante, la cultura patriarcal parece ser más bien una consecuencia de la evolución de la especie y, de hecho, puede remontarse al surgimiento de lo que entendemos por ser humano. La división del trabajo con la finalidad de mejorar las condiciones de la supervivencia fue decisiva. Esta implicó una represión de los impulsos biológicos del macho: ya no sólo debía explorar y competir —violentamente— para concebir, sino dar la vida en el sentido de alimentarla y protegerla, es decir, ya no comportarse totalmente como el macho, sino que ser, en parte, como la hembra (Zoja 2018). La tensión entre los impulsos originales con los deberes de retorno, el afecto y la relación triangular entre mujer, hombre e hijo, que otorga trascendencia al macho, se encuentra en el origen mismo del arquetipo de padre y de la cultura. Esta tensión constituye, hasta hoy, un desgarro en la psique masculina.

    El punto más alto de este proceso de creación y evolución cultural está en Grecia. La contradicción entre impulso biológico y deber que lacera la psique masculina es el impulso para la conceptualización del mundo y de la temida naturaleza. La naturaleza es identificada con la mujer, que está excluida de la creación cultural y del poder político. El arquetipo del padre está retratado en la figura de Héctor, un ideal masculino que constituye la superación del macho cuya psique está atrapada en el mundo de los instintos y la fuerza (representado por Aquiles). El orden político romano abraza el ideal patriarcal. La Iglesia, su expresión religiosa tardía, adopta la estructura política del imperio y sus formas patriarcales, pero está inspirada en un mensaje que equipara al hijo con el padre, iniciando la morosa debacle del orden patriarcal.

    El paulatino derrumbe del arquetipo de padre se hace ostensible con la modernidad y la ilustración. Son hitos de la debacle del patriarcado la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, con la desaparición del padre a los ojos del hijo. La lenta disolución del Antiguo Régimen va deshaciendo paulatinamente la estructura en la que se asienta el prestigio de la figura paterna. No obstante, el arquetipo ancestral que, luego de una larguísima evolución, es retratado en Grecia, permanece en la psique humana hasta hoy. En el arte, como demuestra Paglia (2020), queda de manifiesto que la tensión entre lo apolíneo y lo dionisíaco, que para ella en parte corresponden a las tensiones entre las ansiedades masculinas y las manifestaciones femeninas, sigue dominando tanto la psique humana como el impulso creativo. Las sucesivas olas del movimiento feminista son, desde esta perspectiva, muy recientes. Pero, al reivindicar la participación femenina en la política, primero y, luego, al influir en el surgimiento de los estudios de género, ha contribuido decisivamente al análisis sobre el significado de este proceso, a su visibilidad y a la transformación creciente del orden social hacia uno más igualitario entre los géneros.

    El arquetipo del padre ha sido una forma de trascendencia masculina, un puerto seguro de identidad ante la inevitable tempestad psíquica. Disuelta la estructura patriarcal, el arquetipo subsiste, pero se vuelve irrealizable. Esto tiene aspectos positivos y negativos. Dentro de los primeros, como sostiene Zoja (2018), es contradictorio lamentar la desaparición de una estructura opresiva e injusta. La libertad que supone la desaparición del orden patriarcal es un avance que pueden disfrutar en particular las mujeres, pero implica también una liberación para los hombres. No obstante, en la medida que el arquetipo subsista en la psique humana, la añoranza por el padre seguirá vigente, aunque, inevitablemente, insatisfecha. Tanto hijos como hijas continuarán sintiendo que algo les falta, que algo les ha sido robado. La ausencia de la bendición del padre, un regalo y a la vez una carga, como ilustra Zoja (2018), pesa en la psique contemporánea.

    La disolución de la estructura patriarcal no implica, automáticamente, su superación. No se ha formado todavía, si esto es posible, un arquetipo que lo reemplace. Desde luego no en el inconsciente colectivo, proceso que, de tener lugar, tardará cientos de años o más. Pero tampoco se ha formado una idea muy clara en la cultura. Los sucedáneos contemporáneos del padre, el breadwinner (o padre estrictamente proveedor) y el nuevo padre femenino, no satisfacen las necesidades del inconsciente humano, de hijos ni de progenitores. En este punto, la revolución tecnológica de la prueba de paternidad por ADN, cambia todo y no cambia nada.

    Lo que es seguro es que el lado oscuro de la caída del padre, el riesgo que debe temerse, es la regresión al macho alfa, a la pandilla. Como ilustra Zoja (2018), la desaparición del orden patriarcal no libera al mundo de la violencia masculina. En el largo proceso de la elaboración cultural y luego, del asentamiento psíquico de un nuevo arquetipo, es inevitable que el vacío del rol social sea al menos parcialmente llenado por la figura regresiva del hombre entregado a sus instintos, desprovisto de la delgada capa de cultura que justificaba su represión.

    Es posible que este desamparo psicológico esté detrás de fenómenos como la violencia sexual pandillera contra las mujeres en sociedades avanzadas como, por ejemplo, el caso de la manada en España. Desde luego, en sociedades en las que existe una antigua tradición de padres ausentes, como Latinoamérica, es esperable encontrar esta clase de manifestaciones. Pero se observa, además, un recrudecimiento de esta regresión, expresado en el auge del fenómeno de las pandillas y de los carteles de narcotráfico, que evocan formas de organización masculinas previas al surgimiento del padre. 

    El padre hoy es, entonces, más bien un arquetipo que una realidad, cuestión que puede observarse en el arte.

    En A Bronx Tale, Lorenzo, el padre, es un personaje, hasta cierto punto, irreal. Es más parecido a Héctor que a un complejo ser humano contemporáneo. Lorenzo ilustra quizá lo anacrónico que resulta la figura del padre. Y, como veíamos, el retrato autobiográfico de Knausgaard da cuenta de la vida como una lucha solitaria, en la que el autor debe hacer el esfuerzo sobrehumano de encontrar de manera individual un sentido a una existencia en un entorno apacible, próspero y libre, que contrasta con la agitación de su mundo interno. Un padre que no ha escogido ser tal, pero que tampoco logra saber muy bien lo que quiere, no sólo proyecta una sombra de temor sobre el hijo en el que descarga parte de su frustración, sino que, además, le lega su propia desorientación, que lo impulsa a vivir su maduración como una batalla solitaria, demoledora y, quizás, interminable.

    ¿Qué progenitor le habría valido a Knausgaard? En su monografía, Luigi Zoja (2018) se cuida de ofrecer una profecía sobre el futuro del padre. Pero al preguntarse sobre qué es aquello que todavía lo caracteriza y lo diferencia del arquetipo de la madre, responde:

    La característica del padre radica en promover la diferenciación: el despliegue del hijo, de sus acciones y de su mente. Esto vuelve a relacionarse con nuestra hipótesis de que, junto con el padre, surje la capacidad de proyecto mental: este sería el del desarrollo; no de los objetos (como nos ha enseñado la economía), sino de los potenciales humanos de la generación siguiente. La diferenciación completa se configuraría como la iniciación —que ya no se modela a priori— del hijo en la sociedad compleja y pluralista de hoy. Mientras que en un tiempo era sobre todo el acompañante de pasos establecidos, ahora su función resulta más individualizadora: promueve la especificidad del hijo. Una tarea tan compleja, lamentablemente, desanima a su vez al varón a convertirse en padre.

    Este es el padre que quizá le habría valido a Knausgaard, aquel que lo acompañara en el proceso de individuación, que debió completar solo, como una odisea terrible, aunque, finalmente, exitosa. Pero este éxito puede resultar precario y muchas veces fortuito, dependiente de habilidades y talentos escasos, repartidos azarosamente, como nos recuerda el mismo Knausgaard al contrastar su suerte con la de Adolf Hitler.

    La perspectiva de Zoja (2018) del padre como acompañante en el proceso de diferenciación, es tributaria de Samuels (2015), como el mismo Zoja destaca. Samuels (2015), en todo caso, otorga particular relevancia a la interacción entre política y psique y estima que lo paradigmático del padre es, precisamente, no ser un arquetipo, sino que variar de cultura en cultura. Por lo mismo, tiene una perspectiva, en cierto modo, optimista respecto a las posibilidades de evolución de la figura de padre. Al igual que Zoja (2018), no identifica al padre con el género masculino. Estima que la función de padre puede corresponder a una mujer. Entonces, si el rol paterno puede ser asumido por una mujer, ¿qué es aquello que caracteriza al rol de padre, más allá de lo que contingentemente se atribuye al varón que elige ser padre?

    Samuels (2015) reconoce dos funciones características al rol de padre en la crianza: primero, la calidez paterna, una forma de aprobación, que permitiría que las niñas se reconozcan como seres individuales, más allá de la maternidad; y que puede crear en los niños una disposición a la colaboración más que a la competencia; segundo, la agresión paterna, que permite reafirmar la autonomía de niños y niñas y enseñarles a desafiar los aspectos nocivos de la autoridad patriarcal social. La mirada de Samuels (2015) —desde luego sin desconocer el lado oscuro del rol paterno— es optimista, o quizá voluntarista, pues se concentra en aspectos ideales hacia los que podrían evolucionar los roles que usualmente se atribuyen a la figura paterna en la crianza. Pero no se debe pasar por alto que, si los roles de género son líquidos, entonces la mujer que adopta el rol de padre al criar puede fracasar del mismo modo en que los padres masculinos fracasan, es decir, cayendo en los mismos vicios del estereotipo de origen masculino que adopta. Esa parece ser la advertencia de la película Tár, de Todd Field (2022).

    Como sea, tanto el varón como la mujer que escojan cumplir el rol paterno —en esto coinciden la mirada de Zoja (2018) y Samuels (2015)— tienen la oportunidad de acompañar al hijo en su camino de diferenciación, la nueva iniciación, no estandarizada, a la vida adulta. En este punto, la perspectiva de Zoja y Samuels concuerda con la mirada de Bettelheim (1988): criar al hijo es acompañarlo en su proceso de individuación. Desde una perspectiva jungiana, este proceso consiste en la formación del ego y, posteriormente, la unificación del ego con el instinto. A todas luces, se trata de una labor para toda la vida y, sin duda, titánica, pero, al mismo tiempo, infinitamente satisfactoria en términos de la trascendencia que buscaban, precisamente, los primeros hombres al convertirse en padres.

    Un consejo para la crianza de Bettelheim (1988) —en rigor, el único consejo de su extraordinaria obra— nos lleva nuevamente a Knausgaard: si criar es acompañar en la individuación, un padre y una madre deben convertirse en observadores de sus hijos, capaces de entender qué es lo que les está ocurriendo sin preguntárselos. La mejor forma de hacerlo, aparte del juego y la contemplación cotidiana, es recordar la propia niñez. En los recuerdos de la propia niñez está la clave para empatizar con el hijo o hija que es criado y reconocer sus particularidades, sus tendencias. Quien se atreva a embarcarse en esta exploración, de la mano de su hijo o hija, descubrirá que los recuerdos están ahí, como le ocurre a Knausgaard. La contemplación de esos recuerdos implica que emerjan, a su vez, aquellos aspectos de nuestra psique que nos dominan, aquellos gigantes invisibles y monstruosos que nos someten, precisamente, porque son invisibles. Como Jung enseña en su Libro rojo, quien sea capaz de mirarlos a la cara y entablar una conversación con ellos, verá cómo su poder se desvanece. Ese es el regalo que el hijo da al padre o madre que se embarca en la crianza como proceso de individuación: la propia integración.

     

    Al fin, un final

    ¿En qué quedan, entonces, las preguntas iniciales? En rigor, la disolución de la sociedad patriarcal puede experimentarse como una liberación no solo para las mujeres, sino, también, para los hombres. Para estos últimos, el regalo solo es visible si se está dispuesto a ceder el poder, la comodidad de la propia posición y renunciar a un camino previamente trazado para iniciar uno nuevo e incierto.

    La debacle de la sociedad patriarcal es inevitable, pero es un proceso lento, que ya lleva un par de milenios. No es posible saber cuánto tiempo más tardará. Es aquí donde los vaivenes de la política y la psicología individual juegan un rol. Pero ni unos —ni unas— deberían tener la ingenuidad de considerar que su disolución está a la vuelta de la esquina, ni otros, pensar que la sociedad patriarcal y el padre que se sostiene en ella pueden retornar.

    Tampoco parece sensato estimar que las transformaciones políticas puedan redundar automáticamente en transformaciones psíquicas o que, presionada por actos de voluntad, la cultura o el lenguaje, la psique dejará de añorar a Héctor. La observación honesta de las propias limitaciones y tendencias está sujeta a la revisión del pasado y a la apertura al diálogo simbólico con el inconsciente. Por lo tanto, no depende solo de una disposición moral, sino del propio avance de la vida con intención de ser observada, con lapsos de alegre o incómoda inconsciencia, impulsado, la mayoría de las veces, por momentos de dolor. Por lo mismo, aunque el padre ya no exista en la historia, es mejor reconocerlo en la psique y, al mismo tiempo, saber que no volverá. El patriarcado era una forma estandarizada de significación vital, un remedio único al miedo masculino atávico a la propia irrelevancia. Más vale que los hombres aceptemos que —en buena hora— ya no existe esta forma de trascendencia.

    Aun así, un hombre todavía puede encontrar una manera significativa de criar a sus hijos y, al hacerlo, acercarse al sentido de su propia existencia. La masculinidad está entrelazada con la forma de ser padre, porque la elección de convertirse en padre, como veíamos, está en el origen de la civilización. En consecuencia, el arquetipo patriarcal permanece, pero, aunque sea lentamente, evoluciona a partir de nuestras propias resignificaciones.

    Es probable que la identificación de los hombres con el patriarcado haya determinado la pregunta sobre la obsolescencia de los hombres. Pero lo que realmente parece haber —lo que intenta mostrar este ensayo— es una identificación de la cultura con el patriarcado y, luego, un rezago de reflexión sobre el sentido de lo masculino. Este rezago a lo mejor pueda explicarse, precisamente, por la identificación del ideal de lo masculino con lo paterno, propio de la cultura patriarcal.

    No obstante, desde una perspectiva netamente individual, para un hombre que es padre hoy, la pregunta sobre el sentido de su rol es inevitable. Para ese hombre, la historia sobre la que se asienta la paternidad y la masculinidad no es desechable, aun cuando su sentido de justicia, su añoranza de ternura y su deseo de construir una nueva realidad lo empujen hacia el descubrimiento de un nuevo tipo de paternidad y de masculinidad. La biología y el inconsciente colectivo son parte de lo que somos, aunque no tengamos vida suficiente para ver cómo cambian ni hacia a dónde van, si es que cambian. Esto es una de las cosas que, como señala Frank Kermode (2000, 90), enseña la tragedia shakesperiana: “la desastrosa tentativa de imponer designios limitados sobre el tiempo del mundo”. Según Kermode (ídem, 89), por eso “Cristo esperó su kairos, negándose a anticiparse a la voluntad de su Padre: es lo que quiso significar cuando dijo: ‘No tentarás al Señor, tu Dios’”.

    Cada prehumano que quiso volver a su mujer y a su hijo, y lo hizo, contribuyó durante miles de años a que sus genes sobrevivieran y prevalecieran, ayudando a generar la cultura y el arquetipo paterno. Pero su elección fue individual. Él escogió trascender, para la propia satisfacción de su añoranza, de sus afectos. La decadencia de la figura del padre lleva, apenas, un par de miles de años. ¿Quién podría saber cuánto tiempo demorará la creación y afianzamiento de un nuevo arquetipo? Eso nunca le importó al macho que eligió volver. Por qué habría de importarnos a nosotros.

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    Autor

    • Osvaldo Lagos

      Osvaldo Lagos es doctor en derecho y profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez. Su investigación y enseñanza se concentran en derecho privado patrimonial, derecho de seguros y, en particular, derecho de sociedades. La cuestión de la paternidad y de la masculinidad es un interés paralelo a su práctica académica profesional.