Rorty, la crueldad y la novela
El filósofo Richard Rorty encontró en la novela una herramienta crítica para entender el sufrimiento del otro, cuestión indispensable en el orden liberal. En la crisis actual de la democracia –y de la novela–, sus argumentos siguen plenamente vigentes.
- 30 abril, 2025
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Richard Rorty (1931-2007)
El filósofo norteamericano Richard Rorty (1931-2007) exploró la novela como parte central de su propuesta filosófica. Esto puede sonar anecdótico y quizá algo trivial para quien no se haya introducido en el árbol genealógico de la filosofía occidental, pero para cualquier lector que conozca un poco ese árbol, la defensa de Rorty de la novela tiene mucho de provocación, respecto no sólo a cómo debemos comprender la filosofía o el mismo patrimonio cultural de Occidente, sino a cómo debemos comprender a nosotros mismos. Si bien el tema es enorme, se intentarán algunos apuntes con el fin de recordar el valor de sus ideas.
Según relata en su ensayo autobiográfico “Trotsky y las orquídeas silvestres” (1998), Rorty decidió estudiar filosofía como una forma de intentar confluir en un mismo esquema intelectual la búsqueda de justicia con la búsqueda de aquella realidad que inspira, que conmueve, algo que después, inspirado en una frase de Yeats, definiría como “fundir en una sola imagen realidad y justicia”. Sus padres tenían gran cercanía ideológica con Trotsky y la inquietud social, política, era parte fundamental del ambiente en el que Rorty se formó. Exactamente al mismo tiempo, sin embargo, se aficionó a estudiar y coleccionar orquídeas silvestres, un hobby que podía calificarse como puramente estético, de satisfacción individual, totalmente ajeno a la preocupación por sus pares o por la comunidad. Esta tensión –o quizá podría decirse la culpa que sentía por su afición a las orquídeas en un mundo tan lleno de injusticias– motivó su inclinación por la filosofía.
En un inicio, Rorty se interesó intensamente en Platón, pero no encontró en él ni la metafísica posterior alguna forma de conciliar lo que le parecía justo y lo que le parecía personalmente valioso y bello. Salir de ese callejón sin salida, cuenta, exigió, en lo esencial, pasar por Hegel para entender que el pensamiento filosófico estaba siempre anclado a un tiempo y a una circunstancia, que no existía una compresión del mundo en el sentido platónico, “desde fuera del tiempo y del espacio”. En su ilustrativo ensayo sobre Rorty, Carlos Peña (2015) hace ver que el camino de salida fue mucho más largo y complejo, e involucró pasar también por Heidegger, Wittgenstein, la filosofía analítica, William James y John Dewey (de estos dos últimos rescató el aporte de pragmatismo norteamericano de finales del siglo XIX y principios del XX). No se detallará aquí este viaje en toda su complejidad. Sí diremos que treinta años después de haberse iniciado el estudio de la filosofía, cuando Rorty no se sentía más cerca que al inicio de hallar una respuesta a su búsqueda, entendió que la idea misma de fundir realidad y justicia en una sola imagen había sido un error, que sólo la religión, “una fe no argumentativa”, podría hacer el truco. Publicó entonces, en 1989, Contingencia, ironía y solidaridad, “un libro sobre cómo sería la vida intelectual si uno consiguiera abandonar el intento platónico de mantener la realidad y la justicia en una imagen única”. Es allí donde, entre otras cosas, le otorgó un especial valor comprensivo, epistemológico incluso, a la novela.
Veamos.
Al pasar por Hegel, Rorty llegó a la conclusión de que no existe una naturaleza humana única, esencial, previa al tiempo, así como no existe una racionalidad abstracta, inapelable, como la que Descartes aspiró encontrar. En lugar de ello, toda comprensión que tengamos de nosotros mismos o de la sociedad es contingente a la época y al lugar en que nos tocó vivir, a la lengua y la cultura que nos tocó conocer. Si esto es así, muchas consecuencias pueden desprenderse de ello, pero nos detendremos en dos.
Una es que lo único que a ciencia cierta tendríamos los humanos en común es la capacidad de sentir dolor y la capacidad de empatizar con el dolor de los otros. Nuestro deber social, nuestra responsabilidad con la comunidad, sería entonces, primero que nada, evitar a toda costa causar un daño físico o dolor a otra persona o procurar aliviarlo si vemos que otro lo está sufriendo. Cumplida con esta parte del trato, pagada nuestra deuda con los demás, por así decirlo, el acuerdo o arreglo social debería permitir a cada cual cultivar los gustos, los amores, las pasiones o los proyectos que vida que crea mejor para sí mismo. Aquí, Rorty está con Mill (1859): mientras esos amores, gustos o proyectos no causen daños a un tercero no debiera haber restricciones sobre ellos. Las dos esferas –pública y privada–, por supuesto, no tienen por qué coincidir. Esta forma de ver las cosas resuelve la tensión entre Trotsky y las orquídeas. Dicho por Rorty: “No existe ninguna razón en particular para esperar que tu sensibilidad a ese dolor [el de los demás] y tus amores idiosincráticos vayan a encajar dentro de una gran modelo omniabarcante y consistente”. Dicho por Peña, no habría continuidad alguna “entre lo que anhelamos para nosotros y lo que juzgamos correcto para los demás”.
La segunda consecuencia es que en el ámbito de la concepción política no podemos más que aspirar a un liberalismo que reconozca su carácter idiosincrático, esto es, un liberalismo atado a un momento y lugar en la historia, que, por lo tanto, debe ser consciente de su fragilidad, de la posibilidad de que no sea la última palabra en todo sentido. Es decir, necesitamos un liberalismo que no pretenda ser un modelo total, perfectamente sistemático y comprensivo, basado en verdades universales e incuestionables sobre la naturaleza humana. Rorty lo llama liberalismo irónico, porque debe expresarse reconociendo su naturaleza falible, consciente de que no puede ser absoluto ni la aspiración última de la vida social. Este liberalismo, por cierto, debiera tener en el centro de sus preocupaciones la creación de procesos e instituciones que eviten toda crueldad arbitraria.

Judith Shklar (1928-1992)
Como el mismo Rorty reconoce en la introducción de Contingencia…, él toma prestado este objetivo del liberalismo de Judith Shklar, que lo dibujó nítidamente, a lo menos, en su famoso ensayo “El liberalismo del miedo” (1989). La intención de Shklar se plantea como modesta, pero resulta crucial. Ella se propone hacer una definición de liberalismo que simplifique el complejo mapa de significados (y apellidos) que el concepto ha suscitado a esa altura del siglo XX. Señala entonces que el liberalismo es una doctrina política –no una filosofía de vida– que tiene por sobre todo una meta: “asegurar las condiciones políticas necesarias para el ejercicio de la libertad personal”. Esto, porque cada adulto debiera “poder tomar las decisiones efectivas que requiera sin temor o favor en todos los aspectos de su vida en la medida que sean compatibles con la igual libertad de cada otro adulto”. Para Shklar, las principales formas de opresión de esta libertad provienen de los Estados, cuyos agentes tienen un enorme poder para perseguir físicamente o persuadir a los ciudadanos. Es por ello que el liberalismo es en una doctrina política. Esto, que parece tan básico, ha estado lejos de cumplirse en la historia de la humanidad y está lejos de cumplirse hoy –tanto en 1989 como hoy– a lo ancho del mundo, donde millones de personas sufren la crueldad arbitraria –o la amenaza de ella– de sus gobiernos. Para el liberalismo del miedo, el mal es la crueldad y la amenaza de sufrirla. La protección frente a la crueldad y el miedo es el bien que esta doctrina política debe proteger. “Nos haríamos mucho menos daño si aprendiéramos a aceptar a cada uno como una criatura sintiente, más allá de cualquier otra cosa que también sea, y a entender que el bienestar físico y la tolerancia no son simplemente inferiores a otras metas que cada uno de nosotros elija seguir” escribe Shklar para sustentar su punto.
Rorty extiende esta idea y propone un ideal donde la solidaridad humana se consiga no a través de la indagación intelectual sino, como explica en Contingencia…, “a través de la imaginación, la imaginativa habilidad de ver personas ajenas como compañeros en el sufrimiento. La solidaridad no es descubierta por reflexión, sino creada. Es creada aumentando nuestra sensibilidad a los detalles particulares del dolor y la humillación de los otros”. Sin sensibilidad hacia el dolor, dice Rorty, parece imposible acercarse a crear una sociedad exenta de crueldad.
En Occidente, más que la filosofía teórica, es la novela quien ha hecho ese trabajo. De ahí que para Rorty sea de una importancia esencial. En dos capítulos de Contingencia… Rorty da cuenta de cómo las novelas de Nabokov y Orwell han abordado la crueldad, sensibilizando a los lectores maneras que la teoría filosófica rara vez ha hecho. Algo más tarde, expandirá su defensa de la novela frente a las limitaciones de la teoría filosófica en “Heidegger, Kundera y Dickens”, texto original de 1991.
En “El barbero de Kasbeam: La crueldad en Nabokov”, Rorty desarrolla varias ideas en torno al autor de origen ruso, pero una es particularmente fuerte. Pero, antes, dos distinciones relevantes. Hay libros, dice Rorty, que nos ayudan a ser más autónomos y hay libros que nos ayudan a ser menos crueles. El segundo grupo, a su vez, se divide en dos: “los libros que nos ayudan a ver los efectos de las prácticas sociales e instituciones en los otros” y “los libros que nos ayudan ver los efectos de nuestras idiosincrasias privadas en los otros”. Para Rorty, las novelas más importantes de Nabokov estarían en este último grupo (y las de Orwell en ambos). Su interés particular reside en que hacen ver cómo nuestra búsqueda de autonomía, nuestras obsesiones privadas, nos pueden hacer ciegos al dolor y la humillación que causamos en perseguirlas. En fondo, “son libros que dramatizan el conflicto entre nuestras obligaciones hacia nosotros mismos y nuestras obligaciones con los demás”. Como puede observarse, Rorty vuelve, otra vez, al problema de Trotsky y las orquídeas silvestres. En el caso de Pálido fuego, pero especialmente, de Lolita, hace ver cómo Nabokov, incluso contra sus propias declaraciones respecto a que la novela no debe contener lección moral alguna, sino ser un objeto estéticamente puro, termina por elaborar dos libros que sensibilizan contra la crueldad. Dice Rorty: “Estos libros son reflexiones sobre la posibilidad de que existan asesinos sensibles, estetas crueles, poetas despiadados –maestros de la imagenería contentos con convertir las vidas de otros seres humanos en imágenes sobre una pantalla simplemente sin darse cuenta que esas otras personas están sufriendo”. Para el filósofo norteamericano un detalle extremadamente revelador sería la curiosidad selectiva de Humbert Humbert, protagonista de Lolita, que jamás pregunta por el hermano muerto de la joven Lolita, pero en cambio es capaz de mostrar extrema sensibilidad y atención a cuestiones nimias pero relevantes para sus deseos.

Vladimir Nabokov (1899-1977)
Orwell, si se juzga a partir de Granja de animales y 1984, sus dos últimas novelas, parecería pertenecer a los novelistas que, como Dickens, escriben sobre la crueldad de las instituciones sociales. Visto así, Rorty le concede el punto a Nabokov: Orwell no sería más que un escritor que utiliza “una hojarasca de lugares comunes”. Rorty, sin embargo, reconoce también que sin esas dos obras pocos leerían hoy al Orwell ensayista. Después de todo, “Orwell nos ayudó a formular de la situación política una descripción pesimista que las experiencias de los cuarenta años siguientes no hicieron sino confirmar”. Ahora, el punto que más rescata en “El último intelectual de Europa: La Crueldad en Orwell”, es la tercera parte de 1984, donde el novelista inglés crea el personaje de O’Brien, como un intelectual culto, sensible, que no sólo sirve al régimen totalitario, sino que es atrozmente cruel y somete y tortura a Wilson por el puro placer de hacerlo, ya que, según el mismo O’Brien declara “el objeto de la tortura es la tortura”. Lo interesante, señala Rorty, es que Orwell no lo dibuja como un loco descarriado ni un sicópata ciego a los hechos morales, sino como un sujeto peligroso y posible. Para el filósofo, tanto Humbert Humbert como O’Brien dan cuenta de que nada asegura que sujetos con dotes intelectuales como la inteligencia, el juicio, la imaginación o cierto gusto por la belleza opten por la bondad en lugar de la tortura. No existe un yo natural al que recurrir. Esto significa que “como sean nuestros futuros gobernantes no es algo que vaya a estar determinado por grandes verdades necesarias referentes a la naturaleza humana y su relación con la verdad y con la justicia, sino por una infinidad de menudos hechos contingentes”. En corto, no se puede, no se debe, ser un optimista ingenuo y creer que inteligencia, sensibilidad y bondad pueden ir de la mano.

George Orwell (1903-1950)
En “Heidegger, Kundera y Dickens”, Rorty vuelve con más energía al valor cultural de la novela, para articularlo de una manera más amplia. Para esto se basa, primero que nada, en las observaciones que realiza Milan Kundera en El arte de la novela (1986)1, ensayo donde el autor checo desarrolla la profunda conexión que existe entre la novela, la situación del hombre, Occidente y la modernidad. Kundera hace ver, dice Rorty, que la novela es una respuesta del vulgo a la indiferencia de los sabios por lo que les causa felicidad o dolor. La novela no busca verdades absolutas, sino que ofrece ambigüedades; no ofrece abstracciones, sino que es rica en detalles, en personajes, en circunstancias; no busca juzgar, sino que intenta comprender. Sus personajes son diversos, múltiples, inabarcables, esquivos a la simplificación. Peor aún, como hace ver Rorty cuando pone la obra Dickens como ejemplo que encarna todos estos atributos, esos personajes no siempre se comportan racionalmente ni como se supone que debieran comportarse, sino que a veces son incluso incongruentes, incoherentes, consigo mismos (recordándonos que cada uno de nosotros es muchas veces también incoherente). De acuerdo a Rorty, para Kundera la novela sería prácticamente un equivalente de la utopía democrática, “una comunidad cuyas principales virtudes intelectuales serían la tolerancia y la curiosidad, más que la búsqueda de la verdad”.
Para Rorty, el legado más importante de Occidente es la “esperanza de libertad e igualdad”. La contribución de la novela a este legado sería, para él, mucho mayor que la realizada por la teoría social o la filosofía. El autor pone a Dickens como el ejemplo paradigmático de la capacidad de la novela de hacer visible el sufrimiento creado o ignorado por instituciones o personas. “[S]i uno sopesa el bien y el mal que han hecho los escritores de novela social frente al bien y el mal que han hecho los teóricos sociales, se deseará que hubiese habido más novelas y menos teoría”, escribe. Las aspiraciones a la grandeza de la filosofía y la poesía serían a las finales, si pensamos en el dolor y el placer de la gran enormidad de los seres humanos, bienes mucho menos relevantes para una sociedad que la tolerancia y una compañía confortable, valores que han sido plenamente encarnados y difundidos por la novela.
Quizá la tesis principal que Rorty busca defender en este ensayo puede resumirse en esta cita: “Una sociedad que tomase su vocabulario moral de las novelas más bien que de tratados ontoteológicos u ónticomorales no se formularía preguntas sobre la naturaleza humana (…). Más bien se preguntaría qué podemos hacer para aguantarnos mutuamente, cómo podemos disponer las cosas para estar lo más cómodo entre nosotros, cómo pueden cambiarse las instituciones para que el derecho de cada cual a ser comprendido tenga la mejor oportunidad de ser atendido”.
Algunas observaciones antes de terminar.
Para quienes recién nos acercamos a Rorty resulta estimulante ver cómo pone a la novela en una altísima categoría cultural, sin al mismo tiempo sacralizarla. Convengamos en que la ficción, y la novela en particular, hoy por hoy, sufre una crisis de sentido, no muy distinta a la que vive el cine y otras artes. Está crisis respecto a su propósito, a su fin y, por consiguiente, a su valor en la esfera social, se ve reflejada –en parte– en la crisis que afecta las humanidades en las universidades, como hace ver, por ejemplo, esta reseña de Pablo Chimunatto (2023) publicada en Plural. Tanto usar la novela para sustentar tesis del feminismo, de teorías de género, de miradas decoloniales o alguna de las tantas formas de activismo propio de las últimas cuatro décadas, ha terminado por desaguar o desconfigurar el valor propiamente literario y propiamente humanista de la ficción. Es cierto que Rorty releva una función social de ella, pero su análisis es sofisticado, fino, atento a aspectos propiamente literarios para apreciar el efecto de tal o cual obra. En sentido, señala una vía para rescatar el lugar de la novela en la discusión cultural y su aporte a la comprensión del ser humano y su lugar en el mundo, que es el punto de fondo también de Kundera. Ciertamente la novela debiera justificar su existencia en sí misma, por el placer que entrega, por los escalofríos que produce, por la belleza de sus observaciones o de su composición, por la nitidez con nos tramite la voz, la mirada o la presencia de otro ser humano. Su función social no puede concebirse como su justificación última. Ahora, Rorty no pretende limitar la novela a su capacidad de sensibilizarnos frente a la crueldad o de extender nuestra capacidad de sentir el dolor del otro. Sin embargo, la forma en que lo hace, con plena conciencia de sus valores estéticos intrínsecos, no puede menos que valorarse y tenerse en cuenta. Sorprende, de hecho, que su mirada no ocupe un lugar más prominente entre la crítica literaria actual o la academia. En realidad, dado el estado actual de ambas, no sorprendente tanto.
Desde el punto de vista filosófico, sin ser uno la persona más calificada para realizar un juicio de valor pleno, la jugada de Rorty de incorporar la novela a la discusión respecto a cómo los seres humanos nos comprendemos a nosotros mismos, no puede menos que calificarse como una gran ventana que deja entrar el aire fresco. Su mirada pone a mano de todos los lectores –entendidos o no en filosofía; entendidos o no en liberalismo– un recurso que Rorty señala como fundamental para su liberalismo irónico (y que existe durante al menos cuatro siglos, si consideramos, junto con Kundera, El Quijote como el libro que inaugura la novela moderna): sensibilizarnos en cómo todos los seres humanos nos parecemos en la forma en que experimentamos dolor y sufrimiento. Proponer que la discusión moral, la ética y la filosofía política puedan hacerse a partir de lo que la novela ha construido, no sólo acerca sus materias a lectores no iniciados, sino que deja abierto el camino para hacer una filosofía quizás más a ras de tierra, más centrada en los vicisitudes del ser humano capturado en la cotidianidad de su día a día.
*El autor agradece los comentarios realizados a este texto de Maximiliano Figueroa y Harald Beyer. Los posibles errores no son, en ningún caso, su responsabilidad.
Fuentes citadas
Chiuminatto, Pablo. 2023. “Un modesto apocalipsis”. Revista Plural 1. https://revistaplural.cl/libro/un-modesto-apocalipsis/
Kundera, Milan. 2000 [1986]. El arte de la novela. Barcelona: Tusquets.
Mill, John Stuart. 2018 [1859]. Sobre la libertad. Madrid: Alianza Editorial.
Peña, Carlos. 2015. “Richard Rorty: La filosofía como literatura”, en Ideas de perfil. Santiago: Hueders.
Rorty, Richard. 1989. Contigency, irony, and solidarity. Cambridge, Mass: Cambridge University Press.
____. 1991. “El último intelectual de Europa: la crueldad en Orwell”, en Contingencia, ironía y solidaridad. Barcelona: Paidos.
____. 1993. “Heidegger, Kundera y Dickens”, en Ensayos sobre Heidegger y otros pensadores contemporáneos / Escritos filosóficos 2. Barcelona, Buenos Aires y México: Paidos
____. 1998. “Trotsky y las orquídeas silvestres”, en Pragmatismo y política. Edición, introducción y traducción de Rafael del Aguila. Barcelona: Paidos.
Shklar, Judith. 1989. “Liberalismo of fear”, en Liberalism and moral life, editado por Nancy Rosenblum. Cambrigde, Mass: Harvard University Press.
Notas al pie
De donde obtiene también el epígrafe que abre Contigency, irony, and solidarity.
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