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Por qué la desigualdad no es lo importante

Es cierto que las grandes desigualdades económicas suelen provocarnos incomodidad moral. ¿Pero es la igualdad un valor ético en sí mismo o es valiosa porque permite hacer posibles otros valores éticos? La pregunta no da lo mismo. Sacralizar la igualdad implica distraernos de aspirar a los fines realmente valiosos.

  • 13 diciembre, 2023
  • 33 mins de lectura

¿Es la desigualdad importante en sí misma?

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    Vivimos en un mundo con muchas desigualdades. Es un lugar común señalar las desigualdades escandalosas entre los que tienen más y los que tienen menos. La desigualdad, o algunos tipos y grados, hacen ruido al contrastarlas con nuestras intuiciones y sentimientos morales. Habría algo moralmente incorrecto en la desigualdad y mucho hablaría a favor de corregirla igualitariamente. La igualdad en las distribuciones correspondería a un principio de moralidad política que deberíamos realizar, aunque en nuestro mundo imperfecto su realización no pueda ser sino asintótica.

    Pero, ¿qué es aquello que está mal con la desigualdad? Y ¿en qué se fundaría la supuesta primacía moral de la igualdad? Las respuestas a estas preguntas distan de ser evidentes.

    En este ensayo pretendo enfocarme en ellas. Sostendré que no es la desigualdad en las distribuciones sociales lo que hiere nuestro sentido moral, sino que las malas condiciones objetivas de vida. Por lo tanto, la respuesta correcta no es ni el establecimiento de la igualdad, ni de la prioridad de los que están peor, sino que garantizar un umbral de suficiencia para todos. También sostendré que en ocasiones la igualdad puede ser muy importante, pero no lo es por sí misma, sino que por los valores cuya realización posibilita. Dicho de otro modo: la institucionalidad se debe enfocar primeramente en aquellos valores que se consideran fundamentales, y solo instrumentalmente en la igualdad, en la medida que sea un mecanismo que avance la realización de los valores fundamentales.

     

    Desigualdades

    Muchas de las desigualdades características en el mundo son normativamente aberrantes y que nos hagan ruido es una señal de que nuestro sentido moral no está totalmente adormecido. Si usted hubiera nacido en Japón tendría una esperanza estadística de vida de cerca de 84 años; pero si hubiera nacido en Nigeria tendría una de 52 años. Y si lo hizo en Chile, ella está –pos pandemia– algo bajo los 80 años. Al interior de Santiago, según la comuna de residencia, que es una aproximación al nivel socioeconómico y, por lo tanto, a los condicionantes sociales de la salud, esta esperanza varía en 9 años en los hombres y en 18 años en las mujeres. El empresario francés Bernard Arnault, fundador de un grupo de marcas de artículos de lujo, tiene un patrimonio neto de 213 mil millones de dólares; mientras que casi la mitad de la población mundial vive con menos de 5,5 dólares diarios, y muchos con menos de dos e incluso un dólar al día.

    Se trata de desigualdades moralmente significativas. No es lo mismo vivir estadísticamente 84 años que 52 (en el primer caso usted dispone de una extensión temporal 32 años mayor, que podría contener cosas que aprecia y agregar así valor a su vida); no es lo mismo vivir en la abundancia que en la pobreza; no es lo mismo vivir en circunstancias que favorecen a la salud que en otras que la perjudican; no es lo mismo tener acceso a agua potable que no tenerla, como lo experimentan dos mil millones de personas en el mundo; etcétera. Se trata de desigualdades diferentes (Hausman y McPherson 2006). Algunas refieren a países; otras, a grupos sociales; otras, a individuos. Algunas refieren a la expectativa de vida; otras, a ingresos, y otras, a condiciones objetivas según algún índice. La (des)igualdad es así la relación en que se encuentran individuos, países, grupos o clases de individuos, por referencia a un bien o conjunto particular de bienes. Note, también, que las desigualdades consignadas se oponen a nuestras intuiciones morales. Pero lo que las hiere no es el grado de desigualdad en cuanto tal. Al comparar, por referencia a su riqueza, a Donald Trump con Bernard Arnault, el primero con una fortuna de 2 mil quinientos millones de dólares y el segundo con una de 213 mil millones, la desigualdad no activa nuestras intuiciones morales, aunque es una desigualdad de casi factor 100. No nos preocupa tampoco la desigualdad en la posesión de autos y yates de lujo. Que las desigualdades nos parezcan aberrantes e intolerables se relaciona también con su origen. Niños que nacen con la enfermedad de Tay-Sachs rara vez sobrepasan los cinco años de vida. Ello es indudablemente dramático. Pero que vivan en promedio aproximadamente 75 años menos que un chileno promedio no hiere nuestros sentimientos igualitarios.

    Lo que esto parece indicar es que no es la desigualdad en cuanto tal la que despierta nuestras intuiciones morales, sino que el tipo de desigualdad según los agentes involucrados y el bien particular, considerando su origen. Se debe tratar de agentes y bienes relevantes, y la desigualdad debe remontarse a aspectos que podrían ser de otro modo y que no hemos escogido. Ello no implica que la desigualdad sea moralmente irrelevante, o que la igualdad no sea muy importante, sino tan sólo de que lo relevante no es cualquier desigualdad o igualdad en cuanto tal.

    ¿Qué hace que algunas de las desigualdades sean moralmente relevantes y por qué deberíamos aspirar a corregirlas según alguna función de distribución igualitaria?

     

    Valor intrínseco y extrínseco

    Amartya Sen (1979) ha sostenido que cualquier teoría de moralidad política que aspire a superar la barrera del tiempo debe proponer igualdad de alguna cosa. Incluso las teorías libertarias, sostiene, proponen la igualdad de un bien: la igual distribución de libertad. Por cierto, lo que ha de ser igualado depende de la teoría en cuestión (este es el famoso debate sobre igualdad de qué). Y la pregunta sobre qué es lo que debe ser igualado es central para dar contenido a la respuesta a la pregunta ¿por qué igualdad?

    Pero son asuntos diferentes. La pregunta sobre qué ha de ser igualado es una pregunta acerca de la métrica. Algunas respuestas clásicas recurren, entre otros, al bienestar, al respeto, al reconocimiento, a recursos, a bienes primarios, a capacidades, y a oportunidades para alcanzar bienestar.1 La pregunta sobre la igualdad en la distribución de cualquiera de esos bienes es una pregunta sobre la función distributiva. Y esta pregunta no se puede responder recurriendo a la métrica. Después de todo, una métrica se puede combinar con diferentes funciones distributivas y una función distributiva se puede combinar con diferentes métricas.

    Concentrémonos en la función distributiva igualitaria de algún X, e indaguemos en qué consiste su valor.

    Podemos distinguir dos familias de respuestas a la pregunta sobre por qué las desigualdades son moralmente relevantes. El rasgo común a la primera familia es que la igualdad tendría un valor en sí, es decir un valor moral en cuanto tal. La desigualdad se opondría a ese valor y habría, por tanto, que corregirla. Por el contrario, para la segunda familia la igualdad no tendría un valor en cuanto tal, sino que su valor moral sería derivativo de otra cosa. Recurriendo al lenguaje filosófico, la primera considera que la igualdad es un valor intrínseco, mientras que la segunda considera que su valor es extrínseco.

    De un modo general que un valor sea intrínseco significa que se basta a sí mismo o se agota en sí mismo, que son modos de decir que el valor no es derivativo de otra cosa (por ejemplo, de su origen o de lo que posibilita). Por oposición, algo tiene un valor extrínseco cuando su valor yace afuera de sí. Un valor extrínseco puede ser instrumental si su valor refiere a aquello que posibilita. Por ejemplo, el valor extrínseco instrumental de la alimentación sana es la buena salud. Por oposición a ello, considere la amistad. La característica de la amistad es que su valor reside en ella misma y no en las ventajas que posibilita. Si consideramos la amistad como un sistema de seguros en que lo que estoy dispuesto a hacer por mis amigos se define en función a lo que ellos, quizás desfasados temporalmente, estén dispuestos a hacer por mí, estamos hablando de otra cosa, pero no de amistad. En sentido estricto, las personas que tiene “amigos” en pos de las ventajas esperadas, no tienen amigos. Tienen socios. Por supuesto, la amistad puede ser también funcionalmente valiosa. Los amigos se ayudan y apoyan mutuamente; y sería difícil indicar en qué consiste la amistad sin referir a una disposición a privilegiar (y probablemente el nepotismo es una extensión funcional de este valor). Pero el valor instrumental de la amistad no es aquello que la define. Por cierto, hay muchas otras cosas que pueden tener valor intrínseco. Por ejemplo, una obra de arte, un paisaje o el conocimiento.

    La idea sería que la igualdad como función distributiva tendría un valor intrínseco. Como vimos, la igualdad es una relación entre sujetos (u objetos). Si esa relación se caracteriza por la igualdad, se trataría de una relación moralmente justificada en razón del valor intrínseco de la igualdad. Aspirar a instituir regímenes institucionales de distribución igualitario del bien que se considere relevante, entonces, coincidiría con la realización de un valor fundamental. Esta intuición es común no sólo en las discusiones académicas y técnicas sobre políticas públicas, sino también en las discusiones políticas y en la deliberación pública. La desigualdad sería el gran mal que azota a nuestras sociedades. Y la igualdad, es decir las leyes (o incluso constituciones), políticas y normas que aspiran a realizarla, serían el fármaco requerido para realizar un valor moral fundamental.

    Pero ¿tiene la igualdad un valor intrínseco? Es decir, ¿tienen las relaciones que se definen por recurso a la distribución igualitaria de un bien particular –o un conjunto particular de bienes– un valor moral en sí mismas? Examinémoslo.

     

    El principio de distribución igualitario

    Recuerde algunas de las desigualdades que consigne más arriba. La desigualdad en expectativa de vida entre la población de Japón y la de Nigeria es de 32 años, lo que es escandaloso. Pero ¿qué es lo escandaloso?

    Probablemente no es la diferencia en cuanto tal, sino el hecho de que una esperanza de vida de 52 años es muy poco, al menos en el contexto de nuestro mundo actual en que las tecnologías de alimentación, higiene, educación, médicas, etcétera, permiten vidas mucho más largas. Que lo escandaloso no es la desigualdad en cuanto tal lo puede notar si compara ahora Nigeria con el Chad, cuya expectativa de vida es también de 52 años, o con la de Somalia que es de 55 años. ¿Diría ahora que no es moralmente escandaloso que la expectativa de vida en Nigeria sea de 52 años dado que la diferencia con Somalia es menor y con el Chad hay una relación de igualdad exacta? Y si de pronto, quizás a causa de un accidente más catastrófico que el de Fukushima, se derrumbase la expectativa de vida de Japón al nivel de Nigeria, ¿consideraría usted que ya no es un tema moralmente preocupante porque no hay desigualdad? Evidentemente alguna relación comparativa es importante para estas reflexiones. En este caso, la comparación relevante es entre la expectativa de vida actual en algunos países y la que puede razonablemente esperarse alcanzar en nuestro mundo dada sus tecnologías alimenticias, médicas, etcétera. Pero no es la desigualdad en cuanto tal -o la extensión de la desigualdad- el índice de la incorrección moral. Note que hay desigualdades en expectativas de vida incluso mayores a las que separan Japón de Nigeria y que no nos parecen moralmente preocupantes. Como vimos, los niños que nacen con la enfermedad de Tay-Sachs mueren corrientemente antes de los 5 años. La desigualdad de expectativa de vida es de 47 años al compararla con Nigeria, pero no nos parece moralmente escandalosa. Evidentemente, esto no quiere decir que no pueda haber vidas valiosas truncadas antes de los 52 años (como la de Lord Byron, que murió a los 36 años de edad). Solo quiere decir que el mal moral de una expectativa de vida de 52 años es que refiere a un espacio vital insuficientemente extenso para las condiciones del mundo actual.

    El mismo argumento puede replicarse con respecto a todas las desigualdades que activan nuestro sentido moral. Lo moralmente preocupante de una vida en la pobreza, viviendo, por ejemplo, con dos dólares al día, o incluso con uno, no es que haya una desigualdad enorme al compararlo con el ingreso diario de Bernard Arnault o con el del 10 por ciento mejor situado en el mismo país. Lo moralmente preocupante es que dos dólares diarios es una suma de dinero insuficiente para vivir bien o de un modo aceptablemente bueno. Previsiblemente, en esa vida son muchas las necesidades insatisfechas; medido de modo objetivo mediante algún índice de bienestar (como el Índice de Desarrollo Humano) no alcanza estándares mínimos.

    Si bien el drama de la pobreza tiene un aspecto comparativo y se ve así alimentado por lo que los otros tienen, lo que se encuentra a su base es que se carece de lo suficiente para vivir bien, es decir, para nutrirse, morar y vestirse adecuadamente, para poder tener educación y salud, para perseguir y desarrollar intereses, etcétera. Recurriendo a Joseph Raz: “Lo que nos hace atender a las muchas desigualdades es… el hambre del hambriento, la necesidad del necesitado, el sufrimiento del enfermo, etcétera” (1984, 240). Si esto es así, entonces nuestra preocupación moral no es por la desigualdad en cuanto tal, sino que la preocupación moral atiende a la miseria de una vida vivida en tales condiciones. Correspondientemente, la aspiración distributiva no es la realización del valor intrínseco de la igualdad, sino que el mejoramiento de esas condiciones de vida. Incluso si se opta por políticas igualitarias para enfrentar la pobreza, igualando la distribución de algún bien (por ejemplo, el acceso a la salud), el valor de la igualdad es extrínseco a ella misma: su valor se remonta a todo lo que se posibilita subsanando o mejorando substancialmente las condiciones de precariedad. Con otras palabras: lo que importa no es la desigualdad en cuanto tal, y por tanto la solución no es la igualdad en cuanto tal; lo moralmente relevante son las malas condiciones de vida, y la solución es, por tanto, mejorarlas.

     

    El principio de distribución prioritarista

    Una respuesta corriente a estas dificultades es proponer que no es la igualdad distributiva, sino la prioridad de los que están peor situados la que tiene un valor en cuanto tal. Esto se conoce como prioritarismo. Según esta posición, en las asignaciones distributivas los peor situados deben valer más, en proporción al grado de su desventaja. Así, el bienestar de los que están peor situados debe valer más que el de los mejor situados. De este modo, se sostiene, la función distributiva se hace cargo de las desigualdades evitando las dificultades de los principios distributivos estrictamente igualitarios.

    El prioritarismo es un principio que pertenece a la familia igualitaria. Pero no es lo mismo que el principio distributivo igualitario. A diferencia de aquel, se puede hacer cargo de mejor manera de las situaciones de menoscabo que parecen despertar nuestras intuiciones igualitarias ya que, mientras peor la situación, más pesa en la función distributiva. Esto parece corresponder a nuestras intuiciones: es la pobreza, el desamparo, la necesidad de los que están peor la que debe ser considerada en función de su grado; mejorar su posición tendría un valor intrínseco.

    Un famoso principio de distribución prioritarista ha sido defendido por John Rawls (1971): en la posición original –esto es una situación hipotética de elección de los principios de justicia que modela una situación de imparcialidad, dado que nadie puede obtener ventajas de sus especificidades– escogeríamos, junto a un principio de justicia que asegure el mayor marco de libertad posible que sea compatible con el mismo marco para todos los demás y a un principio que asegure justa igualdad de oportunidades en el acceso a cargos y posiciones sociales, el principio de la diferencia. Este principio de justicia distributiva estipula que la posición de los mejor situados sólo puede mejorar sujeto a una condición: que simultáneamente mejore la posición de los peor situados. La idea a la base de este principio es prioritarista: en las decisiones distributivas los peor situados tienen un peso mayor, de modo que su mejoramiento es una condición necesaria que se debe cumplir para obtener mejoramientos de los mejor situados.

    Note, sin embargo, que el prioritarismo tampoco ha dado una respuesta a la pregunta que no puede responder el igualitarismo: ¿qué es lo malo en la desigualdad distributiva? ¿Por qué mejorar la posición de los peor situados es más importante que mejorar la de los mejor situados?

    Una respuesta tradicional apela al principio de la utilidad marginal decreciente, usual en las teorías utilitaristas. Esto quiere decir que el valor de cada unidad tiene un valor menor en el margen que la anterior. Así, una manzana tiene un cierto valor para usted, y quizás otra más, pero en algún momento el valor comenzará a decrecer con cada manzana extra. Es usual sostener que este principio vale para todos los bienes (algunos proponen incluso que es una ley que aplica a todo tipo de fenómenos). En la discusión sobre el prioritarismo, este principio se suele aplicar de dos modos: o a los bienes (por ejemplo, el dinero) o al bienestar en cuanto tal.

    Aplicado a los bienes, no es claro que el principio de utilidad marginal decreciente tenga el grado de generalidad que se propone. Esto se debe a que parcialmente las ventajas que obtenemos se remontan a los bienes que ya poseemos. Por ejemplo, si usted obtiene poca satisfacción de comer churros, pero obtiene una enorme satisfacción de comerlos con salsa de chocolate, entonces la pequeña cantidad de dinero extra necesaria para adquirirla tiene para usted un valor enorme, ya que de ello depende su satisfacción. Así, no es evidente que el principio de utilidad marginal decreciente aplique en todos los casos. Las colecciones son especialmente ilustrativas: si una pieza particular extra completa su colección de estampillas y multiplica la satisfacción que usted obtiene o el valor de la colección muy por sobre la agregación de cada una de las estampillas, entonces el dinero requerido para adquirirla no tendría un valor decreciente.

    Esto es aún más nítido cuando consideramos los bienes posicionales, que son bienes que obtienen su valor del hecho de que no todos pueden acceder a ellos (Hirsch 1976). Un Porsche es un vehículo en muchos sentidos excelente, pero la satisfacción que usted obtiene al adquirirlo no se remonta exclusivamente a sus características técnicas, sino al hecho de que, dado que no todos lo pueden adquirir, al hacerlo usted logra distinguirse de todos los demás en un modo que le genera una gran satisfacción. Si todos pudiesen adquirir un Porsche, este no tendría el mismo valor para usted. De este modo, si la unidad de dinero extra le permite acceder a un bien posicional (digamos, un Rolex en vez de un Casio), entonces esta no tiene un valor decreciente.

    La idea se ve respaldada por la teoría de René Girard (2012) que propone que la estructura del deseo es mimética. Esto significa que el deseo es imitativo, de modo que lo que usted obtiene al adquirir un bien posicional es justamente el deseo irrealizado e irrealizable de los otros, es decir su autoafirmación mediante la admiración de los otros. Piense en una pareja trofeo, como Ginger (Sharon Stone) en la película Casino (1995). (Freud va más allá y sostiene que a la base del deseo de los hombres en que otros hombres deseen a sus parejas yace un impulso homosexual latente). Si esto es así, entonces en la medida que cada unidad extra de dinero le permita adquirir el deseo irrealizado de los demás, no es razonable sostener que la utilidad marginal decreciente valga en todos los casos.

    Aplicado directamente al bienestar el principio de la utilidad marginal decreciente implica que cada unidad de bienestar extra que se obtiene tendría un valor menor que la anterior. De modo se justificaría el principio que sostiene que hay que mejorar en forma prioritaria la posición de aquellos que están en una peor situación medida según su bienestar (dado que su bienestar tendría un peso mayor en las decisiones). Evidentemente podemos imaginar monstruos de bienestar que parecen dejar sin efecto este principio (Nozick imagina uno en Anarquía, estado y utopía).

    Piense en una persona de escasos recursos, que por lo mismo tiene un bienestar muy desmejorado, o en una persona cuyo bienestar se ve medrado por otras vías, por ejemplo, una minusvalía invalidante grave. Lo que el principio de utilidad marginal decreciente aplicado al bienestar indica es que en decisiones institucionales distributivas, o de políticas públicas, se debiesen escoger aquellos cursos de acción que más beneficien a estas personas porque su bienestar debiese tener un peso mayor que el de aquellas que tienen un bienestar mayor.  De cualquier modo, note que la tesis acerca de la utilidad marginal decreciente así entendida es, en realidad, una tesis completamente normativa, y no una tesis sobre propiedades psicológicas o incluso físicas. La tesis normativa estipula ahora que, con independencia de cuáles son los estados mentales que efectivamente obtienen algunos individuos en el mundo al agregar unidades de bienestar (curvas decrecientes o crecientes), el bienestar que cada persona obtiene mediante estas agregaciones de estados mentales debe valer menos al momento de tomar decisiones distributivas que afecten el bienestar cuando las personas estén en una peor situación. Expresado en una versión alternativa, lo que se está asumiendo con la tesis de la utilidad marginal decreciente aplicada al bienestar, es la tesis normativa de que el peso moral específico de los intereses de los involucrados se remonta a su nivel de bienestar. Pero ¿de dónde surge esta idea?

     

    El principio distributivo suficientarista

    A la base de la idea de que en las decisiones distributivas los más desaventajados deben tener prioridad se encuentra la noción de que la miseria, la vergüenza que la acompaña, o la desesperanza, la degradación, el servilismo impuesto, y la dominación son estados de cosas malos, que se deben aspirar a superar institucionalmente (Miller 1982 y 2001; Scanlon 1998 y 2003; Raz 1986). Pero esta idea es completamente independiente del principio prioritarista. Ella se funda en la apreciación normativa de que las condiciones de vida asociadas a las situaciones descritas son insuficientes para considerarlas vidas apropiadas para los seres humanos; lo que nos lleva a un principio suficientarista.

    El principio de distribución suficientarista requiere establecer un umbral para marcar la separación entre aquello que es moralmente requerido, de lo que no lo es. Evidentemente, el principio suficientarista en cuanto tal es incapaz de especificar cuál debe ser ese umbral. Ello depende de otras consideraciones normativas. Es así como podemos encontrar desde concepciones umbralistas minimalistas, que definen lo requerido moralmente en base a necesidades básicas, hasta concepciones maximalistas, que lo definen en base a consideraciones sustantivas en tanto posibilitadoras de una vida con dignidad humana. Pero hay también otras concepciones que dejan la determinación de lo suficiente a la apreciación subjetiva de individuos; por ejemplo, cuando la posibilidad de mejorar las propias circunstancias, cualquiera sea su factibilidad, deja de despertar la atención activa de un individuo (Frankfurt 2015).

    No pretendo argumentar a favor de un umbral u otro. Note solo algunos ejemplos. Rawls ha propuesto un principio umbralista minimalista en su Derecho de gentes (1999). Allí argumenta a favor de un principio de asistencia que obliga a las sociedades bien ordenadas, esto es liberales y decentes, a ayudar a las sociedades cargadas, es decir sociedades que por razones culturales y económicas son incapaces de organizarse como sociedades bien ordenadas. Rawls reconoce el derecho de subsistencia entre los derechos humanos que respetan y reconocen las sociedades decentes, de forma que esta ayuda a las sociedades cargadas debe hacer posible, entre otras cosas, este derecho de subsistencia. De este modo, al nivel del derecho internacional, el umbral que habría que alcanzar estaría delimitado por niveles de subsistencia.

    Un ejemplo de una posición umbralista maximalista se encuentra en la teoría de las capacidades de Martha Nussbaum (2000 y 2006). Siguiendo sus reflexiones, el umbral mínimo que se debe cumplir se define por la posesión de aquellas capacidades que hacen posible una vida con dignidad humana, es decir una vida que haga posible el florecimiento humano. Ella ofrece una lista de diez capacidades, entre las que se encuentran la integridad corporal, la afiliación, el juego, el contacto con otras especies, el control de la sexualidad y la reflexión.

    Para terminar esta sección quiero solo remarcar dos asuntos.

    En primer lugar, note que hemos llegado al principio suficientarista indagando la plausibilidad de otros dos principios distributivos. En este análisis, las bases morales del principio distributivo igualitario nos llevaron al principio prioritarista, y las bases de este nos llevaron a su vez al suficientarista. En segundo lugar, si este análisis es correcto, entonces la consideración distributiva relevante no tiene que ver con la igualdad como un principio con un valor en sí, sino que con las malas condiciones de vida de las personas. Son estos estados de cosas (el sufrimiento, la falta de opciones o la desesperanza) los que despiertan nuestras intuiciones y están a la base de nuestras preocupaciones morales. Por cierto, esto no implica necesariamente exigencias minimalistas. Como acabamos de ver, el umbral puede ser maximalista y así también las exigencias distributivas que de este se desprenden. Pero independientemente de cuál sea el umbral, así considerado, la igualdad en cuanto tal no es un principio moral relevante (quizás ni siquiera es un principio moral) al establecer juicios sobre las desigualdades sociales.

     

    Igualdad distributiva como valor extrínseco

    La igualdad distributiva no es un valor moral en cuanto tal. Pero al comenzar este ensayo sostuve que ella puede ser valiosa en razón de lo que posibilita. Es decir, como valor extrínseco. Ahora consideraré esquemáticamente esta idea.

    Es corriente argumentar a favor de alguna función de igualdad distributiva. Pero como he analizado, son otras las consideraciones a la base del supuesto valor en sí de la igualdad. Habría un vínculo entre la igualdad material y algunos objetivos sociales valiosos. Corrientemente, en la filosofía política este tipo de argumentos son desarrollados por teorías relacionales, que son teorías que recurren a la importancia moral del vínculo en que se encuentran las personas. En el caso de los Estados o Estados nacionales (o en una versión diferente: en el de las naciones) suele ser la idea de una ciudadanía compartida. La relación ciudadana, o al menos una relación ciudadana moralmente aceptable, requeriría una cierta igualdad distributiva (que puede superar lo que exige un principio suficientarista).

    Las posibilidades son muchas. De hecho, estos argumentos usualmente se presentan para sostener el valor intrínseco de la igualdad distributiva. Pero en sentido estricto, ellos no descansan en el valor intrínseco de la igualdad, sino que en la importancia moral de los objetivos y bienes que las distribuciones igualitarias pueden (ayudar a) alcanzar y que las distribuciones desiguales pueden socavar. Se trata, en sentido técnico, de un valor derivado de aquello que posibilita, es decir, un valor extrínseco. Dicho de otro modo, al estar a favor de los argumentos así articulados y de las políticas que alcanzan estos objetivos o realizan estos bienes, usted no está sosteniendo un principio sobre el valor moral de la igualdad, sino que está sosteniendo la importancia moral de esos fines y bienes. Sólo mencionaré algunas posibilidades.

    La igualdad distributiva de bienes económicos puede ser importante para que los ciudadanos se puedan considerar mutuamente como iguales. Esto se debe a que grandes desigualdades pueden llevar a situaciones de dominación y subordinación de unos sobre otros (Anderson 1999; Scanlon 2003). Ya Rousseau (2016) lo había visto al sostener que un pacto social no debería permitir que algunos tuvieran tanto que pudieran comprar a los otros, y que otros tuvieran tan poco que se tuvieran que vender.

    La igualdad distributiva puede ser también funcionalmente importante para la generación y mantenimiento del autorrespeto o autoestima de los ciudadanos (Anderson 1999). Si las desigualdades económicas son tales que la persona ya no puede considerar que su valor es como el de todos los demás, porque, entre otros, su modo de vida, los bienes a los que pueden acceder, las expectativas de las que dispone (también de modo intergeneracional) difieren radicalmente, entonces el sentido del valor propio puede verse comprometido.

    Se suele argumentar también que la solidaridad social requiere de igualdad distributiva (Miller 1995). Si las diferencias económicas son tales que algunos pueden con certeza o alta probabilidad sostener que nunca requerirán la ayuda de los otros, entonces la motivación para sostener sistemas de solidaridad social disminuye. Aunque todos sean ciudadanos de un mismo país, sus condiciones de vida pueden diferir como si vivieran en países diferente. De este modo, al reflexionar sobre instituciones y políticas, la disposición a considerar los fines de los otros disminuye tal como sucede cuando se considera los fines de individuos lejanos (geográfica o temporalmente) a uno. Esto es lo que puede pasar cuando los que tienen más pueden generar sus propios seguros y servicios, independientemente de los otros. Alternativamente, la igualdad distributiva puede ser un modo de expresar respeto a las personas; un modo de decirles que sus fines son también importantes y deben ser considerados en las instituciones sociales.

    Otro argumento es que la igualdad económica es funcionalmente importante para mantener la integridad e imparcialidad de las instituciones sociales (Miller 1982). Los que tienen mucho pueden transformar, por diferentes vías (algunas legales y otras no), su poder económico en poder político, lo que lleva a configurar instituciones sociales que favorecen sus intereses por sobre los de los otros. El resultado es injusticia. Especialmente importante es la desigualdad económica cuando lleva a que el valor de la participación política de las diferentes personas varíe sustancialmente. En este caso, la igualdad económica sería necesaria para mantener la democracia.

    Grandes desigualdades económicas pueden llevar a la estigmatización de grupos sociales y al surgimiento o fortalecimiento de prejuicios. Así, que algunos tengan más que otros, puede transformarse en un índice de otras propiedades de las personas que permanecen ocultas. No sólo no tienen tantos recursos como nosotros, sino que son distintos a nosotros: no se esfuerzan, son flojos, no son disciplinados, son extraños, hasta que les gusta vivir en la pobreza porque es su forma de vida. En esta línea argumentativa, no es difícil resbalar por una pendiente que va de la afirmación de la diferencia (no son como nosotros) a la estipulación de inferioridad. Los resultados pueden ser dramáticos.

    Es posible también sostener que la igualdad distributiva es importante para posibilitar que las personas puedan acceder a oportunidades para perseguir sus fines y así desarrollar sus planes de vida. Los umbrales de suficiencia no bastarían para posibilitar este tipo de vidas, al menos si se los considera de un modo no maximalista. Desde esta perspectiva, la igualdad sería necesaria para posibilitar el despliegue de la autonomía individual.

    Otra razón usualmente esgrimida a favor de la igualdad económica es que la desigualdad puede ser un elemento de desestabilización social. A favor de este argumento se suelen presentar datos empíricos. Una sociedad con grandes diferencias sociales y económicas sería una en que la cohesión social estaría en peligro. El mantenimiento de la estabilidad social requeriría asegurar una cierta igualdad distributiva de modo que todos puedan considerar que son beneficiarios de la sociedad entendida como empresa cooperativa de beneficio mutuo.

    Se suelen esgrimir muchas otras razones a favor de la igualdad distributiva. Yo no continuaré este examen. Sin embargo, ninguna de estas razones refiere a la igualdad distributiva como un principio moral con un valor en sí mismo, sino que su valor es extrínseco a los bienes que ella permite obtener o los males que permite evitar. La igualdad distributiva sería así importante porque (siguiendo los argumentos mencionados) evitaría la dominación y subordinación en la sociedad; porque permitiría generar las condiciones que hacen posible el autorrespeto de las personas; porque posibilitaría la solidaridad social y el surgimiento y mantenimiento de los sistemas de seguridad social, además sería un modo de expresar respeto a las personas; porque permitiría la integridad e imparcialidad de las instituciones sociales, así como el mantenimiento o funcionamiento apropiado de la democracias; porque contrarrestaría la formación de prejuicios y la estigmatización de individuos y grupos; porque sería productivamente importante para posibilitar la autonomía e incrementar el bienestar; y porque se requeriría para el mantenimiento de la estabilidad y la paz social.

    No me pronunciaré acerca de cuán pertinentes son todas estas razones. Aunque probablemente hay una cierta exageración voluntarista y alguna dosis de pensamiento mágico según la cual la igualdad es el fármaco que cura todos los males sociales (lo que no parece ser el caso), lo cierto es que son razones importantes y tomadas en su mérito en contextos sociales específicos, a veces muy importantes. Pero note que ninguna de ellas descansa en el valor moral de la igualdad, sino que, correspondientemente, en el valor negativo de la dominación, la subordinación, la estigmatización; y en el valor positivo del autorrespeto, de la solidaridad, del respeto, de la imparcialidad institucional, de la democracia y de la estabilidad.

    Esto se puede ver realizando un pequeño experimento mental. Imagine que los bienes que se pretenden obtener mediante la igualdad (el fin de la dominación, de la subordinación y de la estigmatización, el fortalecimiento del autorrespeto, de la solidaridad, del respeto, de la democracia y de la estabilidad) pudiesen obtenerse, y quizás incluso de mejor modo, mediante principios políticos diferentes. Imagine, por ejemplo, que pudiesen ser alcanzados mediante el fomento de una religión del amor universal (no estoy diciendo que sea así; es solo un experimento mental; si no le gusta, puede escoger otra posibilidad). En ese caso, la igualdad como principio distributivo dejaría de ser valiosa, o al menos no sería tan valiosa como esta posibilidad. Lo que esto muestra claramente es que si usted considera que la igualdad distributiva es valiosa y apela para sostenerlo a los argumentos recién presentados, u a otros afines, en realidad no está sosteniendo que ella sea valiosa en cuanto tal, sino que los otros bienes y valores que fomentaría son valiosos. La igualdad distributiva sería sólo instrumentalmente valiosa. Sin referencia a los valores que posibilitaría, la igualdad distributiva queda desligada de toda fuerza normativa. Las exigencias por implementar un principio igualitario de distribución resultan, entonces, normativamente tan poco plausibles como la exigencia de que debemos cortar el césped de modo que ninguna brizna de hierva sea más alta que la otra.

    [1] Compare Dworkin 1981a, 1981b; Anderson 1994; Nussbaum 2000; G.A. Cohen 1993; Sen 1992.

    Referencias

    Anderson, E. 1999. “What is the point of equality?”. Ethics 109 (2).

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    1.

    Compare Dworkin 1981a, 1981b; Anderson 1994; Nussbaum 2000; G.A. Cohen 1993; Sen 1992.

    Autor

    • Daniel Loewe

      Daniel Loewe es doctor en Filosofía por la Eberhard Karls Universität Tübingen (Alemania). Hoy ejerce como profesor de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad Adolfo Ibáñez. Su más reciente libro es Multiculturalismo, identidad, plurinacionalidad y todas esas cosas, publicado en 2023 por el Fondo de Cultura Económica.