Daniel Brieba:
“Al liberalismo se le ha rayado la pintura por todos lados”
El liberalismo y su pareja habitual, la democracia, parecen estar bajo asedio. La baja valoración de las libertades personales, el desprecio por la libertad de expresión, la abundancia de las propuestas populistas, entre otros flancos, presionan sus fundamentos. Esta conversación entre Daniel Brieba y Ernesto Ayala intenta abordar algunas de estas tensiones.
- 7 abril, 2025
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Myanmar, 2021
Foto de Pyae Sone Htun, via Unsplash
Daniel Brieba es sociólogo por la Universidad Católica y doctor en ciencias políticas por la Universidad de Oxford y académico de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez. Ernesto Ayala es escritor y director de la revista Plural. Su conversación se llevó a cabo en un encuentro on line, mientras el profesor Brieba aún vivía en Londres, como académico en la School of Public Policy de la London School of Economics. El diálogo reproducido a continuación fue revisado por ambos antes de ser publicado aquí, con el fin de precisar expresiones e ideas.
Ernesto Ayala: ¿Cómo ves tú la definición de liberalismo? ¿Estás de acuerdo que, en la mirada del liberalismo clásico, significa estado de derecho, respeto a los derechos fundamentales e igualdad ante la ley, más dos elementos que suelen ser más disputados: el libre mercado como sistema económico y la democracia como sistema de gobierno? ¿O lo ves de otra manera?
Daniela Brieba: Sí, es una pregunta complicada. No creo que exista una única definición de liberalismo. En la literatura uno encuentra una gran diversidad de enfoques. Por eso me parece importante distinguir entre los principios del liberalismo y las instituciones que, en distintos momentos históricos, han encarnado esos principios. La democracia o el libre mercado son instituciones. Es cierto que el liberalismo se ha expresado históricamente a través de ellas, pero pienso que, a un nivel más abstracto, deberíamos intentar definir el liberalismo sin depender de instituciones específicas, porque estas pueden cambiar con el tiempo.
Dicho eso, también se puede abordar el tema desde un enfoque histórico. Hay un libro muy interesante de Helena Rosenblatt, La historia perdida del liberalismo, que recorre cómo el término ha cambiado a lo largo del tiempo. Muestra que su significado original estaba ligado a ciertas virtudes personales como la generosidad, la apertura de espíritu o una disposición noble frente al mundo. Luego, cuando se empieza a hablar de la Constitución de Estados Unidos como una constitución “liberal”, no se referían al liberalismo como hoy lo entendemos, sino a una constitución generosa, que otorga derechos. Durante la Revolución Francesa, el término liberal se asocia a quienes defendían un gobierno constitucional frente al Antiguo Régimen. Es decir, la palabra nace vinculada a cualidades personales de nobleza y apertura, que luego se trasladan a las ideas políticas.

Daniel Brieba, académico de la Universidad Adolfo Ibáñez, coautor de Liberalismo en tiempos de cólera (Debate, 2019).
Entonces, como ves, el concepto viene de una tradición bastante distinta a la que solemos asociar con el liberalismo hoy, una tradición que —según Rosenblatt— fue reinterpretada retrospectivamente durante la Guerra Fría en Estados Unidos, momento en el que el liberalismo pasó a identificarse fuertemente con la libertad económica.
EA: En oposición al comunismo o al socialismo real.
DB: Exacto. Esa asociación del liberalismo como oposición al comunismo o al socialismo real es parte de una interpretación histórica, pero también existen definiciones más filosóficas. Por ejemplo, hay un texto de Jeremy Waldron, Las fundaciones teóricas del liberalismo (1987), donde él se pregunta, desde una perspectiva filosófica, cuál sería el núcleo de esta tradición. Y plantea que más que definiciones estrictas, hay grandes familias de pensamiento: el socialismo es una familia, el liberalismo otra, y lo mismo el conservadurismo. Y como en toda familia, los primos a veces se casan entre sí, generando híbridos difíciles de clasificar. Todo esto hace que las fronteras entre tradiciones sean bastante difusas.
Sin embargo, para Waldron, el corazón teórico del liberalismo está en la justificación del poder frente a cada individuo. Es decir, la idea de que cualquier forma de coerción debe poder justificarse razonablemente ante cada persona. En el conservadurismo, la autoridad se justifica por la tradición o el orden natural; en el socialismo, por la justicia sustantiva del fin que se busca alcanzar. En cambio, el liberalismo se basa en la legitimidad que proviene del consentimiento racional de cada individuo. Me parece un punto muy valioso.
Otra forma interesante de mirar el liberalismo es la que propone Edmund Fawcett en su libro Liberalismo: las vidas de una idea. Allí recorre distintos pensadores liberales a lo largo de la historia, y argumenta que, si bien hay mucha diversidad, se pueden identificar cuatro ideas generales que han animado al liberalismo a lo largo del tiempo. Estas ideas no forman un sistema cerrado, pero están conectadas de manera flexible.
La primera es una determinada actitud frente al conflicto: el liberalismo parte de la premisa de que el conflicto es inherente a la condición humana, y que lo mejor que podemos hacer es canalizarlo pacíficamente. Esto lo distingue del conservadurismo, que ve el conflicto como señal de un orden natural roto, y del socialismo, que lo ve como algo que se superará una vez alcanzada la sociedad ideal tras la revolución.
La segunda es la resistencia al poder, un rasgo muy ligado al legado de la Revolución Francesa. Pero no se refiere sólo al poder político: incluye también el poder social —como advirtió John Stuart Mill al hablar de la presión de la opinión pública— o el poder económico, que puede ser igualmente opresivo cuando se concentra.
La tercera idea es la del progreso. Aquí, el liberalismo comparte con el socialismo su raíz ilustrada, pero se diferencia en el énfasis en un progreso gradual. No cree en una transformación radical del ser humano ni en utopías revolucionarias, sino en mejoras paulatinas dentro del marco institucional.
Y la cuarta idea, según Fawcett, es el respeto. Un respeto entendido como trato igualitario, como respeto cívico. Esto implica ir ampliando progresivamente el círculo de quienes son reconocidos como iguales. Si bien históricamente los liberales han sido lentos en incluir a ciertos grupos, esta vocación inclusiva ha sido una constante dentro de la tradición.
EA: Pero si tú tuvieras que optar por tu mirada, ¿cómo lo sintetizarías?
DB: Creo que la versión corta sería algo más cercano al liberalismo político. Ahí me parece que está el corazón de la tradición: los derechos individuales, la separación de poderes y la resistencia al poder. Esa sería, en resumen, la esencia del liberalismo.
El liberalismo económico, en el sentido del libre mercado, me parece más circunstancial. No lo veo como algo constitutivo del liberalismo, aunque sí existe una afinidad electiva entre ambos. Es decir, hay una relación de compatibilidad: un poder político excesivamente centralizado, como vemos por ejemplo en China, difícilmente puede garantizar un mercado libre y sin interferencias. Entonces, hay ciertas conexiones, pero si tuviera que definir qué es lo esencial del liberalismo, diría que son los derechos individuales.
EA: Pero el liberalismo económico se basa en el derecho de la propiedad privada. Si respetamos el derecho a la propiedad privada, el libre mercado viene como consecuencia.
DB: Estoy de acuerdo en que un sistema que no respete en absoluto los derechos de propiedad no puede considerarse liberal. La propiedad es, sin duda, uno de los derechos individuales fundamentales. Pero como ocurre con todos los derechos, puede ser regulada hasta cierto punto y de distintas maneras, sin que eso implique necesariamente una ruptura con los principios liberales.
En el ámbito económico, esa regulación es bastante común y, diría yo, más aceptada. Por eso creo que, desde una perspectiva liberal, resulta más crítico interferir con libertades como la de movimiento, la de asociación o la libertad religiosa, que establecer ciertas regulaciones al derecho de propiedad. Hablo, por supuesto, de regulación, no de suprimirlo o negarlo por completo.
La batalla ideológica
EA: ¿Tienes la impresión de que el liberalismo ganó ya la batalla ideológica en el mundo? Voy a saltarme, por ahora, el problema conceptual de que liberalismo y democracia es un matrimonio por convivencia, para poner algunas cifras. El último índice de Freedom House habla de que el 38% de la población vive en países no libres, el 42% de la población en países parcialmente libres, y sólo el 20% vive en países libres. Eso no es tan distinto de lo que muestra el Democratic Index de The Economist, que afirma que el 39,2% del mundo vive en regímenes autoritarios y sólo el 45% en países con alguna forma de democracia, proporción que incluye al pequeño 6,6% que vive en democracia plena. En corto, más de la mitad de la población mundial vive en regímenes autoritarios o con algún tipo de restricción seria. Y lo más grave es que en los últimos 18 años esto índices ha ido declinando. Yo sé que esta es una discusión que se lleva hace tiempo, pero después de la caída del muro y del famoso artículo de Fukuyama, respecto de que el liberalismo había ganado la batalla de las ideas, hoy está más en cuestión la fortaleza del liberalismo. Yo veo que el liberalismo quizá no será perfecto, pero no hay alternativa mejor, ni de cerca. Sin embargo, no parece tan obvio para el resto del mundo. O quizá es un problema empírico: el liberalismo sí ganó la batalla de las ideas, pero no ha logrado todavía imponerse por razones históricas, políticas, económicas, de distinto orden. ¿Cómo lo ves?
DB: Creo que hay varias partes que vale la pena distinguir. Sobre cuánta gente vive en distintos tipos de régimen, podríamos discutir mucho, pero nos aleja un poco de lo central. Los índices que mencionas usan criterios algo distintos entre sí, y sus categorías son arbitrarias hasta cierto punto. Además, el peso demográfico de China, que es un régimen claramente autoritario, distorsiona las cifras cuando se mira por población.
Pero dicho eso, tienes razón: una parte importante del mundo vive en contextos que no son ni democráticos ni liberales, y hemos visto un estancamiento e incluso un leve deterioro en los índices globales. No se trata de un colapso masivo, pero sí de un retroceso persistente.
Ahora bien, respecto de la tesis de Fukuyama —la idea del “fin de la historia” y el “último hombre”—, lo que él proponía era que no existía, en términos ideológicos, un estadio superior a la democracia liberal. Y la única forma en que esa tesis podría refutarse sería si surgiera una alternativa ideológica coherente que lograra convocar a grandes sectores de la humanidad, una propuesta capaz de competir efectivamente con la democracia liberal en legitimidad y atractivo. Pero eso no ha ocurrido. Hasta ahora, nadie ha articulado una alternativa que realmente cumpla ese rol.
Lo más cercano sería el modelo chino, que en ciertos momentos ha parecido proyectarse como una alternativa. Sin embargo, en los últimos años ese brillo se ha desvanecido. Su desempeño reciente no ha sido particularmente atractivo para el resto del mundo, y además muy pocas personas desean emigrar allí, lo cual es una señal importante sobre su poder de convocatoria simbólica e ideológica.
En ese sentido, creo que Fukuyama sigue teniendo un punto: no hay una alternativa ideológica articulada que compita directamente con la democracia liberal. Sí hay muchas críticas y protestas contra el liberalismo, pero no hay un proyecto alternativo que las canalice de forma coherente, que las represente, que diga “esto es lo que proponemos en su lugar” y que logre generar adhesión amplia. Desde esa perspectiva, la primacía de la democracia liberal como horizonte normativo sigue vigente, aunque con múltiples tensiones y cuestionamientos. Es una idea que ha perdido parte de su brillo, se le ha rayado la pintura por todos lados, pero sigue siendo el modelo dominante.
Lo que estamos viendo hoy en muchas partes del mundo, sobre todo con el auge del populismo, es una tensión interna dentro de la propia democracia liberal: una tensión entre el principio mayoritario y el principio del Estado de Derecho. Porque el Estado de Derecho, en sus distintas manifestaciones, tiene como función principal proteger a las minorías frente al poder de las mayorías y garantizar procedimientos justos. Y creo que hoy hay una creciente impaciencia hacia esa dimensión procedimental de la democracia, especialmente hacia su función de contención del poder mayoritario. Eso está generando un desgaste en uno de los pilares fundamentales del liberalismo político.
EA: ¿Te parece que las restricciones contra mayoritarias del Estado liberal hacen más ineficientes los procesos políticos y la resolución de los problemas de la población? Por ejemplo, en la decisión de cómo llevar adelante medidas de seguridad para proteger a la población, hay populismos que prefieren adelgazar el resguardo de los derechos civiles, como se observa con Bukele.
DB: ¿Te refieres específicamente a la seguridad o de manera más global?
EA: Pongo el ejemplo de la seguridad, que parece el más obvio, pero uno puede imaginar que las restricciones que impone el Tribunal Constitucional, alguna corte u otro órgano contra mayoritario, podría tener efectos análogos en otros planos. Y eso se suma a todo el proceso de negociaciones y compromisos que significa sacar una ley adelante en democracia.
DB: En general, cuando la ciencia política ha intentado evaluar el desempeño de democracias versus regímenes autoritarios, no se ha llegado a conclusiones categóricas. Pero la evidencia tiende a mostrar que, en promedio, las democracias funcionan mejor, sobre todo en política social: salud primaria, educación, gasto público. Y no es sorprendente, porque las democracias tienen incentivos a responder a las necesidades de sus ciudadanos.
Incluso en crecimiento económico, el desempeño promedio de las democracias suele ser igual o algo mejor. Lo que sí se ha observado es que los regímenes autoritarios presentan más varianza: pueden lograr buenos resultados si tienen líderes competentes, pero también pueden fracasar estrepitosamente si esos líderes toman malas decisiones. En ese sentido, apostar por un régimen autoritario es un poco como jugar a la ruleta rusa.
Por eso no me convence la idea de que las democracias son ineficaces por tener que negociar y ceder. Precisamente, uno de sus méritos es incorporar múltiples perspectivas, lo que produce una ganancia epistémica importante. Los regímenes autoritarios, en cambio, tienden a cerrarse sobre sí mismos y a perder contacto con la realidad.
Amartya Sen hizo un punto muy potente al respecto: nunca una democracia ha sufrido una hambruna. ¿Por qué? Porque en una democracia la gente afectada puede denunciarlo, hay medios de comunicación, hay representación política, y esas personas son parte del electorado. Esa capacidad de respuesta, producto de la apertura informativa y diversidad interna del sistema democrático, permite prevenir desastres de gran magnitud.
Ahora, en cuanto al tema específico de la seguridad, es cierto que lo que ha pasado en El Salvador resulta, a primera vista, impresionante. Pero también es cierto que hay muchas democracias en el mundo que gozan de altísimos niveles de seguridad. Así que no se puede decir que la democracia sea, por definición, un obstáculo para alcanzar ese objetivo.

Girona. España. Foto de Marc Sendra Martorell.
EA: Estoy de acuerdo contigo, pero en la encuesta CEP de julio de 2024, el 49% de la población dice estar a favor de esta frase: “Se deben suprimir todas las libertades públicas y privadas para controlar la delincuencia”, y sólo el 52% dice preferir la democracia a cualquier otra forma de gobierno. Y bueno, ya sabemos la alta popularidad que tiene Bukele al interior de los votantes chilenos. Quizá algo falla en las democracias liberales respecto a educar a la población en los valores que la hacen posible. ¿Has observado precariedad? ¿Falta educación de los mismos valores cívicos que nos permiten ser sociedad?
DB: Me pasan dos cosas con esa pregunta. Por un lado, me tienta decir que sí: que efectivamente hay un déficit en la transmisión de los valores propios de la democracia liberal. Pero, por otro lado, soy algo escéptico respecto al impacto real de la educación cívica formal. No estoy tan seguro de que, si tuviéramos más cursos en el colegio o más instrucción explícita, eso cambiaría mucho las cosas. Tiendo a pensar que el problema tiene que ver con algo más profundo: la transmisión intergeneracional de valores. Es, en el fondo, un tema de cultura pública.
En ese sentido, lo que tú planteas me recordó a Laurence Whitehead, un profesor de política en Oxford que ha estudiado América Latina toda su vida. Una vez, en un seminario, habló del liberalismo latinoamericano y lo caracterizó con cinco “P”. Dijo que era:
- Precoz, porque las revoluciones de independencia latinoamericanas –entre 1810 y 1820– fueron de los primeros procesos en el mundo en instituir regímenes liberales, en el sentido de la Revolución Francesa, es decir, que rompían con el antiguo régimen.
- Políticamente prevalente, en el sentido de que esos valores han sido relativamente predominantes: no hemos vuelto ni a la monarquía ni a la esclavitud.
- Periférico en el sistema internacional: nadie ha prestado demasiada atención a nuestro liberalismo.
- Precario, porque el liberalismo nunca ha sido políticamente hegemónico en la región; ha debido disputarse el espacio con otros proyectos ideológicos –como el autoritarismo, el marxismo o el nacional-populismo– que no comparten sus valores.
- Y, a pesar de todo, persistente.
Esa cuarta “P”, la precariedad, creo que tiene que ver directamente con lo que tú preguntas. Whitehead explicaba que, en América Latina, distintos grupos profesionales han tendido a defender con fuerza las libertades que eran esenciales para ellos, pero no necesariamente las demás. Entonces, los periodistas hablaban de libertad de prensa, los abogados del habeas corpus, los economistas de la libertad de precios… pero cada uno en lo suyo, y no lo veían como un sistema. En ese sentido ha sido precario, pues esa fragmentación ha impedido que el liberalismo se consolide como proyecto hegemónico, al defenderse más como una suma dispersa de demandas sectoriales que como una visión integral de sociedad.
Yo diría que, en el fondo, esas cinco “P” apuntan a una misma idea: que América Latina ha desarrollado un liberalismo de baja intensidad. A pesar de que, tras dos siglos, nuestras sociedades son evidentemente liberales —tenemos libertades constitucionales, y países como Chile a veces incluso califican como “democracia plena” en el índice de The Economist—, el liberalismo no está profundamente arraigado en la cultura pública. Está presente en las instituciones, sí, pero no necesariamente en la ciudadanía, en la cultura democrática cotidiana.
Y volviendo a la encuesta CEP que mencionas, me encantaría ver qué pasaría si a quienes dijeron estar de acuerdo con “suprimir todas las libertades públicas y privadas para controlar la delincuencia” se les hicieran preguntas más concretas, por ejemplo: “¿Está de acuerdo con que la policía pueda detenerlo y hacer lo que quiera con usted, en cualquier momento, sin explicaciones?” Sospecho que ahí las respuestas serían distintas.
Porque en Chile –y en general en América Latina– creo que somos bastante celosos de nuestras libertades cuando se formulan en términos concretos. Lo que ocurre con ese tipo de respuestas abstractas en las encuestas es que reflejan frustraciones profundas, pero no necesariamente una disposición real a renunciar a las libertades cuando las consecuencias se hacen explícitas.
EA: Es cierto que la libertad es como la salud: sólo se echa de menos cuando se pierde. Ahora, como bien dices, el liberalismo es un resultado de la Ilustración. Pero no nació como una alternativa frente al terrorismo, ni al crimen organizado. Estas amenazas hoy parecen nuevas, si se quiere, frente a las realidades de la Ilustración.
DB: Creo que no hay que olvidar una idea sencilla, que Carlos Peña ha trabajado a propósito del estallido social en Chile, pero que es bien fundamental: la seguridad es anterior a la libertad. En términos hobbesianos, primero se crea el Estado, se establece un monopolio de la fuerza, y después entra en discusión cómo ese poder debe estar limitado, si debe regirse por el Estado de Derecho, si protege libertades, etc. Pero en una guerra de todos contra todos no hay posibilidad de ningún liberalismo.
Creo que lo que ocurre en Chile, y en América Latina en general, con preguntas como la de la encuesta CEP, es que cuando las personas perciben que su seguridad –sobre todo la seguridad física– está amenazada, están naturalmente dispuestas a sacrificar ciertas libertades a cambio de protección. Y ese es un riesgo enorme, porque los Estados tienen mucha capacidad para convencernos de que nuestra seguridad está en peligro, incluso cuando no lo está. Un político con ambición y espíritu emprendedor puede aprovechar ese temor para capturar más poder.
EA: Esa fue la sombra presente después del ataque a las torres.
DB: Claro. Siempre hay una tensión inescapable entre libertad y seguridad, porque si el Estado pierde el control de las armas, estamos en camino a una guerra civil, y ahí hablar de liberalismo pierde completamente sentido.
La dimensión moral del liberalismo
EA: También hay que tener a la vista que últimamente ha cundido un menosprecio intelectual a la Ilustración y a los frutos de la razón, en la medida que se consideran como producto de un Occidente blanco, masculino, colonizador o explotador, lo que explicaría, para sus críticos, que el liberalismo proteja a los que están dentro de la sociedad, pero deja desprotegidos a los que están más marginados. ¿Ves ese ataque al liberalismo? ¿Cómo crees que se ha ido resolviendo?
DB: Históricamente es cierto que así fue. Pero en eso yo estoy con Edmund Fawcett y con las cuatro ideas que, según él, han articulado al liberalismo a lo largo del tiempo. Una de ellas es precisamente la idea del respeto: la inclusión de todos dentro de un marco de respeto y de igualdad civil. Esa idea no es en absoluto contradictoria con el liberalismo. Como señala Fawcett, el liberalismo fue lento en incorporar a muchos grupos dentro de ese círculo del respeto, y muchas veces fue reacio a hacerlo. Pero eso se explica, en gran parte, porque es difícil estar a la altura de las consecuencias de tus propios ideales, no porque los ideales en sí excluyeran a esos grupos.
No hay nada en el liberalismo que impida, en principio, la inclusión bajo condiciones de igualdad. En ese sentido, cuando hablamos de democracia liberal, estamos hablando también de un compromiso histórico: la articulación de la participación política universal con el respeto a los derechos individuales. Ese equilibrio no fue inmediato. Durante el siglo XIX, muchos liberales desconfiaban del sufragio universal, en parte por la experiencia traumática de la Revolución Francesa. Pero el progreso del liberalismo consistió justamente en ampliar gradualmente el sufragio y reconocer la igualdad civil de grupos antes excluidos, siendo el de las mujeres el caso más evidente. En Inglaterra y Estados Unidos (y por cierto en Chile), la abolición de la esclavitud fue impulsada en gran parte por sectores plenamente inscritos en la tradición liberal.
En ese punto, creo que hay una conexión poco explorada, que Tom Holland plantea en su libro Dominion. Él argumenta que las sociedades europeas y occidentales, aunque hoy sean poco religiosas en lo práctico, siguen profundamente marcadas por valores cristianos. La idea de igualdad moral, de dignidad humana y de inclusión de los más débiles, está presente desde el mensaje original del Evangelio, aunque la Iglesia haya sido históricamente jerárquica y excluyente. Esa promesa de igualdad tomó siglos en desarrollarse, pero no vino de otra parte. Tampoco fueron los liberales quienes, de pronto y sin antecedentes, decidieron proclamar la Declaración de los Derechos del Hombre: todo eso tiene una historia hacia atrás.
Desde esa perspectiva, hay una continuidad histórica profunda entre el mensaje cristiano y el proyecto liberal moderno, que seculariza esa promesa de inclusión. Adam Gopnik, en A Thousand Small Sanities, dice que el liberalismo ha sido una lucha constante por pequeñas victorias morales. Y Helena Rosenblatt también muestra que, en el siglo XIX, muchos liberales entendían su causa como un proyecto ético, no meramente económico. Incluso Benjamin Constant, que tenía reservas con el catolicismo por su cercanía al trono, creía que la religión era necesaria para la cohesión social. En él, como en muchos otros, el liberalismo era inseparable de una dimensión moral. Por eso pienso que la inclusión de distintos grupos no es un añadido tardío al liberalismo, sino que es consustancial a su desarrollo como proyecto moral y político.
EA: Es una bonita idea. Ese sentido parece llamativo que la cultura woke, que parece apuntar hacia la inclusión entre sus objetivos, resulte poco liberal en muchos sentidos, especialmente en la manera en que es poco tolerante al disenso y busca limitar la libertad de expresión. En ese mundo, el liberalismo está definitivamente retrocediendo.
DB: Yascha Mounk escribió hace poco un libro sobre este tema, The Identity Trap, donde analiza las raíces de lo que tú llamas la cultura woke y, en el fondo, la lógica de la política de la identidad. Hay, especialmente en ciertos círculos académicos, una reacción bastante clara contra la Ilustración y contra la idea de una razón universal. Algunos movimientos sostienen que no puede haber diálogo real porque la razón misma es hegemónica, y que todo intercambio está mediado por relaciones de poder. Esa postura es, en efecto, profundamente antiliberal. Y más allá de la etiqueta, me parece perjudicial para cualquier posibilidad de convivencia pacífica en condiciones de igualdad.
Si asumimos que nuestras divisiones identitarias –producto del lugar en que nacimos, la cultura en que crecimos o nuestras experiencias vividas– nos separan de manera insalvable, entonces desaparece cualquier posibilidad de un proyecto común. Si todos estamos definidos por nuestras diferencias y no hay espacio para construir significados compartidos, se pierde lo que Hannah Arendt llamaba “el mundo en común”: la idea de que la política consiste justamente en edificar una red de sentido con otros. Desde ese punto de vista, esta forma extrema de política identitaria sí amenaza el proyecto ilustrado, y con él al liberalismo, que es uno de sus principales herederos.
Ahora bien, el gran motor de la política de identidad ha sido la afirmación de que ciertos grupos han estado sistemáticamente subordinados, discriminados o ignorados. Y creo que eso tiene una parte de verdad, lo que explica por qué este discurso resulta tan persuasivo. Pero no creo que la solución pase por construir una política exclusivamente basada en nuestras diferencias, concebidas como inconmensurables entre sí. Esa lógica cierra la puerta al diálogo y a la posibilidad de una comunidad democrática de iguales.
Es cierto que las sociedades siguen siendo jerárquicas en muchos sentidos. Hay grupos que detentan más poder —explícita o implícitamente—, y existen también jerarquías sociales de estima, que asignan mayor o menor valor a ciertas identidades. Todo eso es problemático, sin duda. Pero creo que la respuesta no puede ser profundizar la fragmentación. Una política que se basa únicamente en la identidad tiende a dividir a las sociedades y a debilitar los lazos de solidaridad, precisamente en un momento en que necesitamos más solidaridad que nunca, frente a los desafíos colectivos que enfrentamos.
De hecho, me parece muy difícil sostener un proyecto redistributivo robusto si cada uno de nosotros debe definirse únicamente a partir de su identidad social particular. Miremos el caso inverso: el nacionalismo –aunque tenga muy mala fama, asociada a veces al nacionalismo étnico o territorial– ha tenido también un componente integrador. En el sentido que le da Benedict Anderson, como una comunidad imaginada, el nacionalismo amplió la idea del “nosotros” desde la tribu o el clan hacia la nación. Ese sentimiento de pertenencia ha permitido que yo tenga una solidaridad implícita con alguien a quien nunca he visto, sólo porque vive en el mismo país. Y esa ampliación del “nosotros” ha hecho posibles importantes proyectos de redistribución y cohesión social.
Por eso creo que una política basada únicamente en identidades de grupo no permite construir un “nosotros” viable. Y sin un “nosotros”, no hay comunidad política ni posibilidad de justicia social sostenible.
EA: Y hay otro aspecto de la política de la identidad que es también problemático. Si tú perteneces a cierto grupo y tienes que actuar toda tu vida en consecuencia con ese grupo, pierdes buena parte de tu autonomía personal, la posibilidad de que puedas desarrollar tu propio proyecto de vida. Estuve viendo una película que se llama American Fiction, sobre un escritor negro que no vende porque escribe sobre personajes burgueses y no las novelas sobre guetos que, dado el color de su piel, se esperan de él. Él protesta contra este encasillamiento, que considera ridículo, tanto que finalmente escribe una novela sobre el gueto como parodia, como burla. Lo irónico es que la novela resulta ser mega exitosa, porque es justamente lo que el resto del mundo espera de un escritor de su, comillas, condición. Una de las gracias de vivir en sociedades liberales es que te permite desarrollar tus propios proyectos de vida, personales, elegidos en la medida de lo posible. La política de identidad limita tácitamente esta posibilidad.
DB: Sí, absolutamente. La autonomía consiste precisamente en la capacidad de fijarse los propios fines, de construir un proyecto de vida elegido. Y si uno está determinado por su identidad –si sólo puede hablar, pensar o crear desde lo que se espera de ese grupo– entonces no es autónomo, sino heterónomo: está siendo definido desde afuera.
Eso se relaciona también con las jerarquías de poder, con quién tiene derecho a hablar desde lo universal. Porque si perteneces a un grupo subordinado, muchas veces se te exige hablar desde ese grupo, como si sólo pudieras representar una experiencia particular. En cambio, otros sí pueden hablar en nombre de todos.
Hace poco vi un artículo académico que analizaba los títulos de publicaciones en función del país de origen de quien firma. Y lo que mostraba era bien revelador: cuando el autor proviene de países del llamado “Sur Global”, fuera de Europa y Norteamérica, hay una proporción mucho mayor de artículos que incluyen en el título una referencia explícita al país. En cambio, quienes escriben desde Estados Unidos o Europa suelen hablar desde lo universal: no escriben sobre “la política en Estados Unidos”, sino simplemente sobre “la política”. En ese sentido, hay una asimetría profunda en quienes tienen acceso a ese lugar de la supuesta neutralidad o universalidad, y quienes son relegados a hablar sólo desde lo local o lo identitario.
¿Autonomía o diversidad?
EA: Qué interesante. Hay otra tensión se observa al interior del liberalismo, que se da entre los énfasis hacia la autonomía o hacia la diversidad. El liberalismo de la autonomía busca generar capacidades para que cada persona tenga las herramientas para poder ser arquitecto de su propio destino. Y liberalismo de la diversidad dice bueno, hay que dejar que haya muchos grupos, como el archipiélago del que habla Kukathas, y lo único que habría que asegurar es que todos esos grupos tengan igual trato y la gente pueda salir de ellos con el menor costo posible. El problema es que el Estado, al generar las capacidades para la autonomía, puede debilitar los grupos que, justamente, no tiene a la autonomía como un valor importante. Dejaría, así, de tener la neutralidad que exige el pluralismo. ¿Como ves esa tensión y hacia donde tiendes a sentirte más cercano?
DB: Sí, creo que ahí hay una tensión real. El liberalismo de la diversidad puede pensarse como una tradición que, en cierto modo, antecede a la Ilustración y se origina en la Reforma Protestante. Obviamente, nadie hablaba de “liberalismo” en tiempos de Lutero o Calvino, pero ya estaba presente la idea de que el Estado no debía intervenir en asuntos de religión, y que cada persona podía practicar su fe siempre que no perturbara al resto. Esa es, justamente, la lógica del archipiélago: grupos distintos que coexisten en paz, aunque no compartan valores.
El valor fundante de esta visión liberal es la tolerancia. No te exige que te guste la otra religión, ni que la respetes intelectualmente. Puedes pensar incluso que quienes la practican están condenados al infierno. Lo único que se te exige es que no les pegues, no los persigas, no uses la violencia. Y desde ahí se fue construyendo una idea de pluralismo donde lo importante no es la convergencia de valores, sino la coexistencia pacífica entre diferencias profundas.
EA: El conflicto religioso fue muy intenso. Hoy cuesta imaginarlo, pero fue brutal.
DB: Exacto. Fue un conflicto feroz, porque tocaba los significados últimos de la vida. Hoy cuesta imaginarlo, en parte porque la religión ha perdido centralidad: mucha gente ya no cree intensamente, o no cree en absoluto, y otras preocupaciones han pasado al primer plano.
Y en ese sentido, sí creo que existe una tensión entre dos formas de entender el liberalismo. Por un lado, un liberalismo de la diversidad, que tiene su origen en las guerras religiosas y en la necesidad de tolerancia entre credos; y por otro, un liberalismo de la autonomía, que surge con la Ilustración y con la idea de que las personas pueden emanciparse de las tradiciones y de cualquier autoridad que no sea su propia razón.
El primero exige tolerar la diferencia, dejar vivir; el segundo busca dar herramientas para que todos puedan pensar autónomamente, sin importar su origen. En un caso, se trata de coexistir; en el otro, de capacitar para la crítica.
Sobre esta distinción escribí un artículo con Cristóbal Bellolio donde proponemos que estas dos visiones se reflejan también en dos tradiciones políticas: una asociada a la izquierda liberal, vinculada a la autonomía y a una idea de justificación normativa del orden social; y otra a la derecha liberal, más cercana a la tolerancia y a una visión evolucionista de los arreglos institucionales. En ese marco, el liberalismo de la autonomía tiende a ser centrípeto, porque busca principios comunes; mientras que el de la tolerancia es centrífugo, en la medida en que permite que cada grupo florezca por separado sin necesidad de convergencia.
EA: Yo había escuchado esa tesis del profesor Bellolio. Es interesante, pero no sé si estoy completamente convencido. Le agregaría que en países desarrollados o países multiculturales, como Estados Unidos, Francia o Inglaterra, quizá necesitarían un liberalismo con mayor énfasis en la diversidad y la tolerancia, justamente porque hay muchos grupos religiosos que están ocupando el mismo espacio social. Y en sociedades como las latinoamericanas, que tienden a ser un poquito más uniformes, por lo menos en términos formales, quizá necesitaríamos un liberalismo más top down, para dar más autonomía a los ciudadanos. Como todavía no alcanzamos los niveles de riqueza suficientes para que estén aseguradas esas capacidades en la población, uno podría argumentar que cultivar esas capacidades es especialmente necesario. Estoy especulando, por supuesto.
DB: Tiendo a pensar que Francia, más bien, representa un país que ha puesto mucho énfasis en el liberalismo de la autonomía. En cambio, los países anglosajones han seguido una tradición más cercana al liberalismo de la diversidad, especialmente en la forma en que han abordado el multiculturalismo. Desde el punto de vista filosófico, no tengo una postura completamente resuelta, pero como ciudadano y observador político, sí creo que la integración religiosa –y el multiculturalismo en general– ha sido mejor gestionada en los países anglosajones.
En cuanto a tu hipótesis sobre los países en desarrollo, estoy de acuerdo: es fundamental poner el foco en el desarrollo de capacidades. Ahora bien, creo que ambos liberalismos –el de la diversidad y el de la autonomía– presuponen que las personas tienen un mínimo de capacidades. La diferencia está en cuál se prioriza cuando esas dos lógicas entran en tensión. Porque en muchas circunstancias no son incompatibles y se complementan bastante bien. El problema aparece cuando chocan.
Un caso clásico es el de los amish en Estados Unidos, que apelaron a la libertad religiosa para retirar a sus hijos del sistema escolar después de la educación básica. Su argumento era que, si los niños continuaban en la enseñanza media, iban a desarrollar tanta autonomía que querrían dejar la comunidad, y eso amenazaba la supervivencia cultural del grupo. La Corte Suprema les dio la razón, y eso dividió al mundo liberal estadounidense: entre quienes defendían la autonomía de los individuos y quienes priorizaban la protección de las identidades colectivas.
¿Dónde me ubico yo en ese debate? Creo que me inclino un poco más hacia el liberalismo de la autonomía, porque considero que hay algo consustancial al liberalismo en la primacía normativa del individuo. Eso no significa que los grupos no importen –para nada–, pero las personas deben tener la posibilidad real de salir de los grupos a los que pertenecen. Y si no les damos educación suficiente, si no garantizamos un piso mínimo de capacidades, estamos condenándolas a permanecer en un entorno cerrado, sin alternativas reales. Eso tampoco es neutralidad: es reproducción de la pertenencia.
En Chile este debate apareció, por ejemplo, en la discusión sobre objeción de conciencia institucional en salud pública. ¿Debe un centro de salud perteneciente a la Iglesia Católica estar obligado a realizar abortos si forma parte de la red pública? Aquí reaparece la tensión entre la autonomía individual y el respeto a la identidad colectiva. Por un lado, está la objeción: “¿Cómo puedo ser fiel a las enseñanzas de mi religión si el Estado me obliga a hacer algo que considero moralmente incorrecto?” Por otro, está la pregunta más básica: “¿Cómo garantizamos que cualquier ciudadano, sin importar su religión, tenga acceso a un derecho garantizado por el Estado?”
Creo que es una tensión que existe y no puede razonarse hasta eviscerarla. Distintas sociedades pueden escoger distintos puntos en esta frontera y me parece que es parte de una conversación legítima.
En mi opinión, en los casos que involucran salud pública, sí hay una primacía de lo público sobre los grupos intermedios. Por ejemplo, si un hospital católico es el único centro disponible en una determinada zona, entonces debe garantizar las prestaciones definidas por el sistema público, porque no está atendiendo exclusivamente a personas de esa fe. Si hay varios centros de salud en la misma área y uno de ellos decide no realizar ciertos procedimientos, siempre que el acceso esté garantizado por otros medios, el conflicto es menos grave.
EA: Buen punto, porque la realidad es muy compleja y los escenarios pueden ser múltiples. Es más razonable ver caso a caso. Otro tema que me inquieta es uno sobre el que liberalismo se hace un poco el loco: el poder que tienen las grandes corporaciones. Yo creo en el libre mercado, por supuesto, pero igual es imposible no dejar de reconocer que las grandes corporaciones pueden tener un poder excesivo sobre el individuo en su calidad de clientes, pero también a veces sobre el sistema político en su conjunto. ¿Cómo crees tú que el liberalismo debiera proceder?
DB: A nivel de las grandes corporaciones transnacionales, creo que hay argumentos bastante evidentes a favor de establecer ciertas regulaciones. Eso sí, este tipo de intervenciones deben pensarse de manera pragmática, porque sabemos que las regulaciones pueden tener efectos no deseados. Además, hay factores geopolíticos que no se pueden ignorar: por ejemplo, si un país regula la inteligencia artificial con tanto celo que termina por frenar su innovación, mientras que otro –como China– avanza sin restricciones y aplica esa tecnología a fines militares, nos enfrentamos a un problema de enorme magnitud. Hay cuestiones estructurales en juego que van más allá de lo normativo.
Ahora bien, es evidente que las corporaciones transnacionales se han aprovechado del hecho de operar en un mundo globalizado, mientras el poder político sigue organizado principalmente a nivel nacional. Esa desalineación les permite colarse por los intersticios institucionales. El tema de los impuestos corporativos es un buen ejemplo: los actores económicos más poderosos –grandes empresas y personas muy ricas– viven en un entorno transnacional, pero los Estados que deben regularlos siguen funcionando en clave nacional. Resolver eso requiere cooperación internacional y cierta cesión o pooling de soberanía entre Estados, lo que es muy difícil de lograr, justamente porque los Estados son celosos de su autonomía. Desde mi punto de vista, este es un tema bastante claro desde el plano normativo, pero muy difícil de resolver empíricamente.
Más allá de ese desafío práctico, creo que hay también un problema filosófico de fondo. Las grandes corporaciones, tal como las conocemos hoy, son producto del mundo moderno e industrializado. Los pensadores clásicos del liberalismo –Locke, Adam Smith, etc.– escribieron en un mundo preindustrial. Este es un punto que desarrolla Elizabeth Anderson en su libro Hijacked. Smith, por ejemplo, pensaba que el libre mercado iba a promover el trabajo independiente y autónomo. Para los liberales de su tiempo, esa autonomía era el gran valor. En La riqueza de las naciones, Smith celebra que las sociedades comerciales reemplazan la dependencia personal del feudalismo por relaciones impersonales mediadas por el dinero: ahora el rico debe convencer al trabajador de prestarle sus servicios, no puede simplemente ordenarle. Eso representaba un gran avance en dignidad y autonomía para la persona común.
Pero Smith no anticipó que, por razones como las economías de escala, el mundo industrial iba a estar dominado por grandes corporaciones. Y eso, en la práctica, ha devuelto al trabajador a una situación de subordinación. Anderson argumenta en su libro anterior, Private Government, que cuando uno entra a trabajar en una empresa, cede buena parte de su libertad personal. Hay empresas donde pueden despedirte por expresar una opinión política fuera del trabajo, o donde incluso se limitan necesidades básicas como ir al baño. Todo eso, dice ella, configura una forma de “gobierno privado”.
La analogía es con el sistema feudal, donde el señor tenía poder sobre los siervos no en calidad de gobernante público, sino como propietario privado: su autoridad no estaba regulada por normas generales accesibles a todos, sino que era discrecional y personal. El liberalismo, con la Revolución Francesa y el fin del antiguo régimen, instauró un poder público en reemplazo de ese poder privado: un poder sujeto a reglas, al que todos tenemos acceso como ciudadanos.
Anderson destaca que hoy existe una asimetría profunda entre ese mundo público, donde somos ciudadanos, y el mundo privado, donde muchos siguen en relaciones de subordinación y dependencia. Esto no implica que debamos abolir las empresas, ni mucho menos. Las jerarquías funcionales son necesarias para que las organizaciones operen. Pero el punto es que esa autoridad debería estar más claramente circunscrita a lo estrictamente necesario para el funcionamiento de la empresa. No debería extenderse al conjunto de la vida de las personas.
Entonces, volviendo a tu pregunta original: sí, creo que hay una asimetría muy fuerte entre el poder de las corporaciones y el de las personas, y que ese es un aspecto que el liberalismo no ha mirado lo suficiente.
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Daniel Brieba:
“Al liberalismo se le ha rayado la pintura por todos lados”
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